La bruja
La bruja, le decían,
porque soñaba fuego solitario
en cada uno de los rumbos
de su cuerpo. Iba
caminando en silencio
hasta llegar al páramo.
Y de pronto sentía que sus manos
ardían como soles. Un alud
florecido quemaba la llanura.
Y “la bruja, la bruja”,
gritaban los niños.
A la orilla del aire lloraba
lágrimas solas
y candentes. Todas
las tardes en el mismo sitio.
Llena de luz. La boca henchida
de mansas oraciones mudas.
Y a la orilla
del aire, todavía,
llueve lumbre cuando reverdece
su memoria perdida;
y “la bruja”, murmuran
las voces de los niños.
Letanías profanas de Jaime García Terrés
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