XVI. La locura llega con Paul Gauguin

Gauguin: la vocación y la síntesis

Gauguin era tremendo. Amaba la pintura por encima de todas las cosas. Por ella había abandonado a su mujer y a sus hijos; por ella no había vacilado a la hora de abandonar el mundo de los negocios, donde prosperaba. Sabía afrontar la miseria. Tal vocación artística había nacido al calor de la revolución impresionista, en París. Después de la Octava exposición se marchó a Bretaña y, más tarde, a la Martinica. Allá se había consumado su definitiva ruptura con el impresionismo ortodoxo. Gauguin formuló su propia teoría: el sintemismo. Veamos cómo, fascinado por los colores —fue el primero en subrayar los efectos que provocan en el psiquismo— empezó a utilizarlos con máxima libertad para expresar emociones. Audazmente, encerraba sus figuras en unos contornos bien definidos. La suya era una pintura plana, sin volumen. Quería representar —y no reproducir— la naturaleza, «sintetizándola», destacando con colores arbitrarios y con un dibujo simple sus aspectos más significativos. Buscaba pintar la equivalencia artística de la realidad, y tal equivalencia tendía siempre a convertirse en símbolo de profundas resonancias anímicas. Ya lejos del impresionismo al llegar a Arles, recurría a la imaginación: la necesitaba para crear su naturaleza transfigurada. Era un volcán lleno de ideas cuando llegó a la «Casa amarilla».

El y Van Gogh pasaban el día pintando frenéticamente —y ya sabemos con qué agotamiento acababa Van Gogh una jornada de intensa creación—, y por la noche iban a los cafés. Para no hablar de los burdeles. Gauguin era, desde luego, un gran bebedor y un conocido mujeriego. Vivía a un ritmo vertiginoso. Desde la llegada de su amigo, Van Gogh no conoció un minuto de descanso.


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