XII. La Rehabilitación

Introducción

Grabado de la doncella de Orleans que, rehabilitada veinticinco aos despus de su muerte en la hoguera, fue canonizada en 1920.

DIECIOCHO años después del asesinato de Juana, el rey Carlos VII entraba —por fin— en Ruán, al frente de un poderoso ejército. Le acompañaba Inés Sorel —su amante— y un gran cortejo de nobles y eclesiásticos. Todas las personas que habían vivido en manifiesta complicidad con los ingleses aparentaron alegría y trataron de borrar viejas huellas comprometedoras. Así, la misma ciudad que había presenciado la ejecución de la persona que más ayudó a Carlos en los tiempos difíciles, pudo contemplar la espectacular entrada de este rey poco agradecido. El contraste entre aquella lúgubre ejecución y esta apoteósica entrada del rey Carlos todavía hoy nos estremece. Hasta Talbot, el antiguo enemigo de Juana, el skiador de Orleans, estaba allí, muy bien vestido… He aquí la descripción que nos dejó un cronista de aquella entrada triunfal: «Hizo el rey de Francia su fiesta de Todos los Santos en Santa Catalina, cerca de Ruán; después partió el lunes siguiente para entrar en la villa, acompañado de señores de su rango, que iban con grandes y muy ricos atavíos. El conde de Sainet-Pol, montado sobre un caballo destrero enjaezado en satén negro con aplicaciones de orfebrería; después de él sus pajes vestidos y sus caballos enjaezados como el de su señor; después, el palafrenero, vestido con los mismos arreos que los otros pajes, el que llevaba un caballo de guerra por la brida, todo cubierto de tisú de oro hasta los pies. El conde de Nevers llevaba tras sí doce gentileshombres, en caballos cubiertos de satén bermellón con grandes cruces blancas. El rey de Francia iba montado y armado de todas sus armas, sobre un corcel cubierto hasta los pies de terciopelo azul, sembrado de flores de lis de oro bordado; en la cabeza llevaba un sombrero de terciopelo carmesí con una borla de hilo de oro; después de él, sus pajes vestidos de grana, con las mangas cubiertas de platería, los cuales llevaban el morrión de su arnés cubierto de oro fino de diversas formas y plumas de avestruz de diversos colores. A su diestra estaba el rey de Sicilia; a su siniestra el conde de Maine, su hermano, armados ambos de pies a cabeza, sus caballos ricamente enjaezados y cubiertos de cruces blancas sembradas de borlas de hilo de oro, y sus pajes semejantemente. El señor de Cullant venía después sobre un corcel muy ricamente cubierto, en su cuello un chai de oro fino cayendo hasta la grupa de su caballo, y delante de él sus pajes; el cual era comandante de seiscientas lanzas, cada una de las cuales llevaba un banderín de satén carmesí con un sol de oro. Detrás del gran maestre iba un escudero que llevaba el estandarte del rey de Francia, y que estaba vestido de satén carmesí, sembrado de soles de oro; después de él iban las seiscientas lanzas. Un poco delante, su escudero montado sobre un gran destrero, el cual llevaba el pendón, de terciopelo azulado con tres flores de lis de oro bordado, rodeadas de grandes perlas. Delante del rey, junto a él, estaba el caballerizo mayor del rey, montado sobre un gran destrero, engualdrapado en terciopelo azulado, quien llevaba en banda la gran espada de paramento del rey, cuyo pomo, la cruz y la contera de la vaina eran de oro. Delante de él cabalgaba el escudero de cuadra, armado, montado y con arreos como el otro. Delante de éste iba Guillermo Juvenal de Ursins, canciller de Francia, vestido de gala con traje y gorro forrado y capa escarlata; delante de él una hacanea blanca cubierta de terciopelo azulado con flores de lis bordadas en oro como el caballo del rey, y sobre esa cubierta un pequeño cofre sembrado de lises de oro; en el que estaban los grandes sellos del rey de Francia. Junto a esta hacanea iban varios heraldos del rey y otros señores que allí estaban, ricamente ataviados y vistiendo sus cotas, y delante de ellos nueve trompetas con las banderas de su dueño y señor. Después iban, primeramente, los arqueros del rey de Francia, vestidos con chaquetas de color rojo, blanco y verde, con aplicaciones de platería; después, los de varios otros señores de este cortejo, hasta el número de seiscientos arqueros bien montados, todos llevando brigantinas y chaquetas, de varias y diversas formas, canilleras, espadas, dagas y arneses todos chapados de plata. El rey de Francia cabalgó de tal manera y disposición hasta junto la puerta de Beauvoisine. Allí vino a su encuentro el arzobispo, acompañado con varios abades, obispos y otros hombres de iglesia constituidos en dignidad; los cuales le hicieron reverencia muy honorablemente. Incontinenti vino el conde de Dunois, lugarteniente general del rey, montado en un caballo cubierto de terciopelo bermellón con una gran cruz blanca, vestido con una chaqueta igual forrada de martas cebellinas; en su cabeza un sombrero de terciopelo negro y a su flanco una espada guarnecida de oro y piedras preciosas, valuada en veinte mil escudos de oro. Dunois tomó la palabra por los ciudadanos y dijo: «Señor, he aquí vuestros burgueses de Ruán, que os suplican humildemente los tengáis por excusados de que hayan demorado tan largamente en retornar y reintegrarse a vuestra obediencia». A cuyas palabras el rey respondió que estaba contento de ellos y que los daba por excusados. Un vecino de los más notables le presentó las llaves de la villa, pero apenas pudo hablar, en fuerza de llorar, lo que apenó mucho al rey, que sintió compasión. A esa hora se mandó que todas las campanas de la villa repicasen y que todos los habitantes cesasen de trabajar durante ocho días y que hicieran buena acogida al rey. Había además de eso, un gran número de trovadores que tocaban, en las calles y encrucijadas por donde el rey había de pasar, diversos instrumentos de música. En cuanto a los niños dispuestos para dar las pascuas, eran innumerables…

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