X. Napoleón dictador y legislador

Una Constitución para un Estado nuevo

Un mes después del golpe de Estado salió a la luz la nueva Constitución, redactada en principio por Sieyès y rectificada posteriormente por Napoleón. Al frente de la República había tres cónsules, el primero de los cuales poseía todo el poder mientras los otros dos sólo tenían derecho a voz consultiva. Como era de esperar, Napoleón fue nombrado primer cónsul por un período de diez años. Los cónsules nombraban un Senado y éste, a su vez, seleccionaba los miembros del resto de instituciones legislativas entre varios miles de candidatos elegidos por la población.

La nueva Constitución era más bien un pretexto para institucionalizar la dictadura bonapartista. Contaba con un Senado que era nombrado oficialmente por los tres cónsules y en la práctica por el primero, que era el acaparador de todos los poderes. El Senado, a su vez, designaba a los miembros del Cuerpo Legislativo y el Tribunado entre varios millares de candidatos elegidos por el pueblo. En realidad ninguno de los organismos poseía facultades para oponerse a la voluntad del primer cónsul. Todo el aparato constitucional era una criba por la que solamente podían pasar los adictos y sumisos a la voluntad del futuro emperador.

El 25 de diciembre de 1799, la Constitución fue aprobada por un plebiscito sin ninguna garantía democrática. En el ejército se aprobó ante los regimientos formados por aclamación, y en los pueblos y ciudades bajo la estricta vigilancia de las autoridades. Napoleón opinaba que el país necesitaba un sistema policiaco fuerte, y de organizárselo se encargó el frío y renegado Fouché, antiguo jacobino, regicida, y el mayor enemigo de los realistas borbónicos. En lo sucesivo Bonaparte podría decir con más verdad que Luis XIV que el Estado era él, ya que ninguna de las instituciones creadas podía hacerle sombra.

Evidentemente, con este sistema absurdo, las instituciones nombradas carecían de todo valor efectivo. Pasados unos años, en 1807, Napoleón aboliría el Tribunado por considerarlo inútil. Por otra parte, el primer cónsul tenía la prerrogativa de poder presentar directamente sus proyectos de ley ante el Senado, el cual decidía en última instancia. De esta forma, tanto el poder legislativo como el ejecutivo se concentraban en la voluntad todopoderosa de Bonaparte.

Ante el descontento de Sieyès, por la forma en que se desarrollaban los acontecimientos, Napoleón le separó de toda función activa, compensándole con unas monedas por los servicios prestados.

Después de librar al centro y al sur de Francia del azote de los bandoleros y de apaciguar a los rebeldes de La Vendée, Napoleón se dedicó a la tarea urgente de sanear las finanzas, ya que había que alimentar y equipar al ejército francés y las arcas del tesoro estaban completamente vacías. Nombró ministro de Finanzas a Gaudin, gran especialista en la materia, el cual sustituyó el método de las contribuciones directas por el de impuestos indirectos a través de los artículos corrientes de consumo, estableciendo al mismo tiempo un control riguroso.

Napoleón mantuvo la división de Francia en departamentos, pero anuló todo tipo de autonomía local. El ministro del Interior era el encargado de nombrar un prefecto para cada departamento, el cual tendría las facultades de un virrey y elegiría el gobierno municipal y los alcaldes de todos los núcleos de población. Estos funcionarios debían rendir cuentas al prefecto, que tenía en sus manos el poder de destruirlos. De esta forma, el ministro del Interior dirigía toda la vida administrativa del país y sus responsabilidades alcanzaban también al comercio, la industria y las obras públicas.

Igualmente, dotó de grandes poderes y recursos económicos al ministerio de Policía, a cuyo frente situó a Fouché, dedicando una especial atención a la prefectura de París, cuyo responsable sirvió a Napoleón como medio de control y de información personal.

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