VIII. Madurez, matrimonio y amigos

Una inesperada colaboradora

De una típica mujer del siglo XIX se esperaba que fuera sumisa, obediente, que acatara y que supiese transigir. Que sus aspiraciones fueran las fijadas por su marido, ya que cualquier brote de rebelión en ese sentido provocaba el escándalo. En respuesta a una carta de una amiga que le preguntaba en qué consiste su armonía familiar, Marie Pasteur le responderá, muy simplemente, que ella «no hace planes por su cuenta». Aunque, también es cierto, que en el caso de Marie, nadie le ha exigido que intente descifrar los complicados jeroglíficos de un marido que se pasó la vida encerrado en su laboratorio. Tal vez sea allí donde se insinúe una cierta diferencia respecto del resto de las mujeres de su época; sobre todo en la medida en que lo usual era que éstas apenas se enteraban de las actividades de su marido y no intentaban comprenderlas.

Marie Laurent, por el contrario, hace grandes esfuerzos para internarse en el mundo de Pasteur, para alentarlo a proseguir, para compartir sus anhelos y sus aventuras en la investigación. Tal vez ello se explique también por el entorno que la rodeó desde su infancia. Su padre era un hombre que se dedicó con pasión a la docencia; primero en el Colegio de Clermont-Ferrand, luego en el Colegio de Riom, más tarde en el Colegio Chaptal o en la Universidad de Estrasburgo, donde llegó a ocupar el cargo de rector. Un hombre que se destacó por una especial capacidad para la enseñanza, por su lealtad hacia sus alumnos y sus dotes organizativas aplicadas al sistema escolar. Y que educó a sus hijos según los valores de una clase que se desenvolvía dentro de un marco de sobriedad y sencillez.

Por otra parte, Marie Laurent recibió una instrucción esmerada, de netos rasgos cristianos, asistiendo al pensionado Lamotte, donde diariamente se leía el Evangelio o La Imitación de Cristo. Fue una alumna ejemplar y muy estimada por sus maestros. Un curioso episodio lo confirma. Cierto día, un tal señor Grenillon, sobrino de una de las profesoras del pensionado llamada Angela Lesieur, entrega a Pasteur un medallón de plata, en cuyo interior hay engarzado un menudo daguerrotipo que representa a una mujer delicada, de expresión suave, enmarcada por dos prolijos bandós. Esta mujer, como se adivinará, era la esposa de Pasteur y la profesora Lesieur había llevado ese medallón consigo hasta el día de su muerte.

Marie tiene tres hermanas y un hermano, Henri, por quien siente una marcada predilección. Henri Laurent, poeta y estudiante de derecho nos resulta un arquetipo de «mentalidad romántica». Sus indudables condiciones y su talante suscitan la atención de Lamennais quien, observando su carácter desordenado, le aconseja cultivar una disciplina más estricta en su trabajo. Pero la muerte de Henri, a causa de una tifoidea, a los veintitrés años, no sólo priva a Lamennais de un gran discípulo, sino que resulta un duro golpe para Marie. Sin embargo, es ella la única que se ocupa de reunir los papeles borroneados por «su querido Henri» y sus cuadernos de poesías.

Tal vez no sea ocioso recalcar que, además de las características propias de la época, Marie se ve rodeada desde su nacimiento por hombres prominentes quienes, en sus distintas esferas de trabajo, constituyeron una suerte de modelo: ya sea a nivel docente, como su padre; en el terreno de la investigación científica, como su marido; o en el artístico y político como su hermano, cuya figura, con el tiempo, adquiere para Marie ciertas dimensiones legendarias.


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