EN enero de 1919, Alexander Fleming fue desmovilizado. En Londres le esperaba Sareen, una mujer rubia de mejillas sonrosadas y ojos de un gris azulado. ¿Cómo la había conocido?… Sus biógrafos no nos dicen nada de ello. Según Maurois, «se sintió atraída por aquel joven médico escocés, serio, silencioso, moderado; en una palabra, completamente distinto a ella. Tuvo el mérito de descubrir bajo tanta modestia y resefva un genio secreto a quien en seguida respetó. “Alec es un gran hombre —decía—, pero nadie lo sabe”».
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