VII. La fiebre creadora

Partir de cero

Los primeros días fueron de desorientación, como no podía ser de otra manera. Después, todo pareció encarrilarse. Consiguió una modesta habitación en una casa de huéspedes. Gracias a varios golpes de azar y a la mediación de M. Schmidt — director de la sucursal de la casa Goupil en la ciudad— conoció al pintor holandés Roelofs. No se llegó a la amistad ni en uno ni en otro caso, pero los dos le aconsejaron que se matriculase en la Real Academia de Dibujo de Bruselas, donde las clases eran gratuitas. Aparte de darle este consejo, ambos hombres le animaron mucho. Y era esto, precisamente, lo que él más necesitaba.

De inmediato se matriculó en la Academia y empezó a estudiar varios métodos de dibujo. Copió cabezas, esqueletos, músculos; cuerpos enteros y cuerpos dispersos. El dominio de la anatomía es fundamental para un pintor. Como escribió a su hermano, «el dibujo es una lucha ruda y ardua». A medida que estudiaba, Van Gogh se iba convenciendo de esta verdad. Incluso quien posee un gran talento natural para el dibujo debe aprender a dibujar. De lo contrario, correrá el peligro de limitarse, de no llegar a realizar una obra de acuerdo a sus posibilidades. El lo sabía perfectamente:

«Hay leyes de proporción, de luz y sombra, de perspectiva que se deben conocer para poder dibujar; si no se posee este conocimiento, resultará siempre una lucha estéril»

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