Viaje al centro de la Tierra: Capítulo 30

Viaje al centro de la Tierra Capítulo 30 de Julio Verne Al principio no vi nada. Acostumbrados mis ojos a la oscuridad, se enceguecieron bruscamente al recibir la luz. Cuando pude abrirlos de nuevo, me quedé más estupefacto que maravillado. -¡El mar! -exclamé. -Sí -respondió mi tío-, el mar de Lidenbroch. Y me vanaglorio al pensar que ningún navegante me disputará el honor de haberlo descubierto ni el derecho de darle mi nombre. Una vasta extensión de agua, el principio de un lago o de un océano, se prolongaba más allá del horizonte visible. La orilla, sumamente escabrosa, ofrecía a las últimas ondulaciones de las olas que reventaban en ella, una arena fina, dorada, sembrada de esos pequeños caparazones donde vivieron los primeros seres de la creación. Las olas se rompían contra ella con ese murmullo sonoro peculiar de los grandes espacios cerrados, produciendo una espuma liviana que, arrastrada por un viento moderado, me salpicaba la cara. Sobre aquella playa...

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