VI. Los comienzos del científico

Entre la biblioteca y la pensión

Los que le conocieron en esa época, lo evocan —con sorpresa y admiración— concurriendo diariamente a la biblioteca para permanecer allí durante horas, sin descanso, con una actitud abstraída, muy seria, y hasta tímida. Sus días libres, que serán los jueves y domingos, va a la pensión de monsieur Barbet, donde dicta clases a los pupilos como retribución de todas las atenciones que Barbet ha tenido para con él. Tan pesada es su jornada de trabajo, que al enterarse sus padres temen que enferme: «Impídale trabajar tanto», le escribe Jean Joseph Pasteur a su amigo Chappuis. Pero arrancar a Louis Pasteur del laboratorio y de sus investigaciones constituye una tarea casi infructuosa: ese es su «escenario» y esos son sus proyectos.

Chappuis, siguiendo los consejos del padre de su amigo, lo intenta. Va al laboratorio en que Pasteur colabora con Barruel —ayudante de Dumas— y mientras le observa, se apoya pacientemente en el borde de la mesa de trabajo de Louis, esperando que éste acceda a salir un poco a distraerse. Las calles, la gran ciudad, los espectáculos. Pero la distracción fundamental, para Pasteur, consistía —precisamente— en seguir hablando de «sus» tartáricos, discutir sobre los detalles de «sus» paratartáricos, comunicándole —apasionadamente— a su amigo los últimos progresos realizados, sin poner atención en otra cosa.

Una de las primeras ambiciones científicas de Louis Pasteur surge al tener conocimiento de la existencia del ácido racémico. Ya en 1820 un fabricante alsaciano, preparando ácido tartárico, lo descubrió casualmente y guardó la muestra. Luego fracasó cuando intentó reproducirlo mediante métodos de laboratorio. Este hecho despertó el interés de científicos como Gay-Lussac y Berzelius, quienes tampoco logran su fabricación. Se limitan a bautizarlo: uno, con el nombre de ácido racénico; el otro, con el de ácido tartárico.

Años más tarde, en busca de la dilucidación del enigma, científicos de la talla de Biot, célebre físico francés, y de Mitscherlich, químico alemán, se replantean la investigación del ácido. A Pasteur le interesa el proyecto, pero decide postergarlo hasta, terminar su licenciatura. Sabe que la investigación sobre el problema le llevará demasiado tiempo. Y su urgencia es doctorarse para luego dedicarse de lleno a la investigación.

Además, siente que debe retribuir de alguna manera las expectativas que han puesto sobre él tanto su familia como sus maestros. La correspondencia no se establece solamente entre la famililia y el joven Pasteur, sino que se extiende hasta incluir a Romanet, quien, en su clase, suele leer las cartas llenas de gratitud que, desde París, le envía su antiguo discípulo. Romanet reflexiona sobre la posibilidad de que Louis dicte algunas clases en el que fuera su colegio: «Sería para nosotros como un eco de las lecciones de la Sorbona», afirma Romanet en una carta. Y prosigue: «después de haber sido uno de nuestros antiguos alumnos, será siempre uno de nuestros mejores amigos.» Pasteur acepta, y dicta una serie de conferencias en su viejo colegio de Arbois. Es su manera de tomarse vacaciones: trabajar aún más; divulgar lo que va aprendiendo.


Este sitio web utiliza cookies, propias y de terceros con la finalidad de obtener información estadística en base a los datos de navegación. Si continúa navegando, se entiende que acepta su uso y en caso de no aceptar su instalación deberá visitar el apartado de información, donde le explicamos la forma de eliminarlas o rechazarlas.
Aceptar | Más información