EN 1901, Franz Kafka, apuntalado por Bergmann en el examen de matemáticas y salvado por la memoria en todo lo demás, obtenía su título de bachiller. Tenía 18 años, y un profundo sentimiento de libertad le invadió al abandonar el agobiante palacio Kinsky. Casi se creyó — tan hondo fue su suspiro de alivio— definitivamente liberado. Pero, claro está, las vacaciones que pasó en Heligoland, en casa de unos familiares, constituían solamente una especie de libertad provisional, una tregua entre dos esfuerzos.
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