Venganza literaria

Los primeros objetos que descubrieron mis ojos —lámpara ingrata de las dos y media de la mañana, insomnio que sigue a la pesadilla, ganas de aullar, ganas de huir— fueron, olvidados sobre el sillonzote de la chimenea, el gorro de dormir y las antiparras del Maestro. El Maestro se había pasado la noche diluyendo un granito de anís folklórico en cien calderos de agua tibia. El piso estaba encharcado de octosílabos. “Habrá que llamar al encerador”, reflexioné. Y me levanté de un salto, me vestí en un santiamén, y cátame en un dos por tres llamando a la puerta de la Academia: “¿Aquí limpian, fijan y dan esplendor?” Tanto ejercicio de frases hechas me dejó como despernancado. El espíritu de asociación verbal me rechinaba en el cuerpo. Los cotarelos me hervían casi en la garganta. Y cruzó dentro de mí —¡qué bien lo recuerdo!— una de esas ideas sin pasaporte que de repente se nos cuelan por la conciencia: la convicción firme, la profética visión de...

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