Theros: 3

TherosCapítulo III de Benito Pérez Galdós Y eso que la señora, sino era el mismo fuego, lo parecía. Dígolo, porque echaba de su cuerpo un calor tan extraordinario, que desde su misteriosa entrada en el wagón empecé a sudar cual si estuviera en el mismo hogar de la máquina. -Señora -le dije respetuosamente, limpiando el copioso sudor de mi rostro-, permítame usted que me aleje todo lo posible de su persona, porque, o yo no entiendo de verano, o es usted la misma Canícula en cuerpo y alma. Sonrió con bondad, y rebuscando en cierto morralillo que a la espalda traía, ofreciome un abanico. Felizmente yo llevaba espejuelos azules con los que pude resguardar mi vista de los flamígeros ojos de la señora. A pesar de estas precauciones, cuando el tren se precipitó por las llanuras de la izquierda del Guadalquivir, la irradiación calorífera de mi compañera aumentó de tal modo, que destrocé el abanico sin poder refrescarme. Las perspectivas, ora interesantes, ora comunes...

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