Sombras suele vestir II

El sufrimiento ajeno le inspiraba demasiado respeto para intentar consolarlo: Bernardo Stocker no se atrevía a ponerse del lado de la víctima y sustraerla al dominio del dolor. Por un poco más se hubiera conducido como esos indígenas de ciertas tribus africanas que cuando alguno de entre ellos cae accidentalmente al agua golpean al infeliz con los remos y alejan la chalupa, impidiendo que se salve. En la corriente los reptiles reconocen la cólera divina: ¿es posible luchar con las potencias invisibles? Su compañero ya está condenado: ¿prestarle ayuda no significa colocarse, con respecto a ellas, en un temerario pie de igualdad? Así, llevado por sus escrúpulos, Bernardo Stocker aprendió a desconfiar de los impulsos generosos. Más tarde había conseguido reprimirlos. Compadecemos al prójimo, pensaba, en la medida en que somos capaces de auxiliarlo. Su dolor nos halaga con la conciencia de nuestro poder, por un instante nos equipara a los dioses. Pero el dolor verdadero no...

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