Pero también de tierra

—Lo malo, con las ilusiones... —dijo, de bruces en la mesa, porque ya era muy tarde y ese día habían comenzado a beber muy temprano, el marinero ilustrado. Pero no terminó, pues se dio cuenta de que su compañero de mesa no le hacía ningún caso. El hombre de los anteojos y de las barbas —el profesor, según le decían todos en la isla— tenía enfrente una hoja de cuaderno y estaba tratando de escribir. La cantina estaba vacía. Detrás de la barra el mesero y el cantinero jugaban ajedrez. El malecón, bajo una lluvia fina, se veía desierto. En balde el semáforo cambiaba de color. —¿Otro mensaje para su sirena? —preguntó el marinero, que era curioso, pero el hombre de los libros y de los lapiceros no respondió. Tomó la botella de cerveza y apuró el último trago. —¿Se siente solo otra vez? ¿Hace mucho tiempo que no la ve? ¿Extraña su voz? ¿Sus ojos? —insistió el marinero mientras trataba de ponerse de pie. —Algo decía usted de las ilusiones...

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