Pero Galín, El paraíso colonial

Si es o no invención moderna, vive Dios, que no lo sé. Baltazar de Alcázar, Cena jocosa. Frontero al Palacio Nacional, en el punto en donde interceden dos de las calles de mayor tráfago ciudadano, entre el ruido de las bocinas de los coches y camiones, de las campanas de los tranvías, de los reclamos estrepitosos de los vendedores; al sur el barrio de las tiendas otomanas, con su barillería indescriptible; sus botones de hueso y de nácar, simétricamente cosidos a los cartones, sus lápices de mina corriente, sus órganos de boca, alemanes, sus percales para delicia de las fámulas de la Merced y sus pomos de Todas Flores, Ilang-Ilang y Heno Cortado; al oriente la derruida Universidad, con sus puestos de neumáticos para huaraches; sus montones vegetales “de a cinco” y sus rapsodas que ofrecen —mediante prueba de canto los corridos populares en hojas impresas con curiosos grabados de diablos, aparecidos, hadas y héroes, se encuentra el paraíso de los colonialistas...

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