Parábola del huésped sin nombre

Han llamado a mi puerta, que siempre está de par en par abierta y que esta vez la ráfaga nocturna cerró de un golpe... Sola y taciturna, en el umbral detiénese la extraña silueta del viador. Lívida baña su faz la luna; tiene el peregrino sangre en los pies cansados del camino; ojos en que retrátase y fulgura una vasta visión que ha tiempo dura en incesante asombro, y con la gruesa alforja, la insegura mano sustenta un báculo en el hombro. —¿Quién eres, tú? ¿De dónde vienes, y a dónde vas?... Y me responde: —Nunca supe quién soy, y no sé nada del principio y el fin de mi jornada. Yo sólo sé que en la llanura incierta de mi peregrinar, llegué a tu puerta; que mi cansancio pide tu hospedaje, y que a la aurora seguiré mi viaje. Destino, patria, nombre... ¿No te basta saber que soy un hombre? A sus palabras pienso que mi vida es como una pregunta suspendida en el arcano mudo, y digo: —Pasa, sea la paz contigo en esta casa. Y entra el viador, y nos quedamos...

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