Mezclilla: 21

III

A Paul Bourget se le ha censurado la predilección con que trata la vida del gran mundo, y la especie de deleite que encuentra en describir la decoración de ese brillante y lujoso teatro, con todos sus muebles de refinado gusto, sus caprichosos bibelots, y con la tiránica ley de sus modas. El mismo Lemaître, que en un artículo hermoso y lleno de buena voluntad y de profunda enseñanza trataba con singular cariño las obras de Bourget, desentrañando con admirable perspicacia sus méritos más recónditos, al llegar a este punto, con sonrisa benévola, se burla un si es no es de la afición al lujo y a la high life que se respira, puede decirse, en las novelas de su colega. En efecto: lo mismo en Cruel enigma que en Carrera de obstáculos, que en Crimen de amor, se nota ese prurito. Pues bien: Mensonges, que es una reincidencia, nos explica la causa de este fenómeno observado por la crítica, y nos la explica de modo bien original y con muy elocuente ejemplo. En Mentiras debe de haber algo de autobiografía, lo mismo que en Cruel enigma, o por lo menos cierto lirismo de estudio algo como una autoanatomía psicológica, a la que no hay más remedio que recurrir cuando se quiere ahondar de veras en la observación y experiencia artísticas. René Vincy nos hace ver con su historia, sobre todo, con su entrada en la sociedad aristocrática de París, las causas del dilettantismo mondain de su autor. Vincy joven, poeta verdadero, de la honrada y oscura clase media, que parece tener vinculada la prosa de la vida, por lo menos en el ambiente en que se mueve, da a la escena una comedia en un acto y en verso, Le Sigisbée, algo así como Le Passant, de Copée, por lo que mira al éxito. Al día siguiente el nombre de Vincy es famoso en París: el sueño de la ambición juvenil comienza a realizarse, pero su complemento tiene que ser el goce material de la gloria, la entrada triunfal en el mundo de la elegancia y de la riqueza, donde toda comodidad tiene su asiento; donde el bienestar, el lujo, las formas exquisitas, especie de selección de selecciones sociales, son como un dulce acompañamiento musical de la vida que la transporta a cierta idealidad tangible; donde la misma voluptuosidad, hasta en sus tendencias menos puras, toma un tinte de aparente delicadeza. Vincy vive en un rincón provinciano de París con su hermana Emilia, que es para él segunda madre, tan amorosa como la perdida, y con el marido de Emilia, humilde profesor libre o pasante de lecciones a domicilio; excelente varón resignado con su suerte, que consiste en corregir temas y tolerar que su esposa quiera más a Renato que a él. En el modesto cuarto de estudio de René no faltan ciertos atractivos de ese similar del lujo creado por el buen gusto y por una mano que interpreta con sus aliños un amor apasionado; pero lo demás que rodea a Vincy todo es prosa, a lo menos todo lo que se ve: la prosa irremediable de la pobreza casi universal. Rosalía, una joven a quien en secreto Vincy, antes de ser célebre, se ha declarado, y que le quiere con alma y vida, no es prosa por su corazón y sus ojos bellos, pero es prosa por la calle en que vive, prosa por la madre que tiene; una de esas madres que tan bien pinta nuestro Luis Taboada, que casi ocultan la belleza íntima de sus virtudes domésticas y de su amor a los hijos bajo un cúmulo de egoísmos familiares opresores y antipáticos, de pretensiones ridículas, de ínfulas cursis; el alma de su casa, en fin, que representa mejor que cualquier otra aquella necesaria molestia de que habla el cómico latino. Para sacar al autor del Sigisbée de esta oscuridad prosaica, de este limbo de los pobres, sirve su amigo y protector Claudio Larcher, literato distinguido, autor de dramas demasiado parecidos a los de Dumas hijo, hombre de mundo, esclavo por amor de una actriz tan célebre como desmoralizada, Colette Rigaud, personaje que por sí solo vale una novela, y en cuyo estudio P. Bourget ha empleado esta vez acaso los más delicados pinceles de los muy sutiles y primorosos con que sabe retratar almas. A los que niegan que la novela pueda ser un modo (a su modo) de estudiar ciencia social, les invito a penetrar bien el carácter de Claudio Larcher, y de fijo verán en él precioso documento para explicarse el cómo y el por qué de muchos de los fenómenos extraños que hoy ofrece la literatura francesa.

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