Lo prohibido: 25

I

Y no podía ser de otra manera. Mi estado fisiológico era tal, que yo tenía que dar un estallido. Y lo di al fin, y bueno. Después supe que estuve sin conocimiento desde las seis de la tarde del miércoles hasta el jueves a las diez de la mañana; que Ramón y el portero sintieron el golpe de mi caída y subieron alarmados; que al mismo tiempo salió a la escalera la señorita Camila; que al instante bajó Constantino en cuatro trancazos y me cogió, y cargándome como si yo fuera un talego, me llevó a mi casa; que me tendieron en mi cama creyendo que ya estaba muerto; que Ramón y la señorita Camila empezaron a darme friegas, mientras Constantino corría en busca de su hermano Augusto; que toda la noche se pasó en gran ansiedad, pues el médico ponía muy mala cara... Por fin, recobré la conciencia de mi ser, aunque al punto de recobrada eché de ver que mi resurrección no era completa. Algo se me quedaba por allá, en aquella lóbrega cisterna, simulacro de los abismos de la muerte, en que tantas horas estuve, revolcándome en tenebroso espasmo del cual apenas quedaban vagas sensaciones musculares cuando desperté. Lo primero que hice fue moverme, quiero decir, intentarlo. De este reconocimiento resultó un fenómeno que al pronto no me hizo impresión; pero que poco después ocasionome sorpresa, estupor, espanto. Yo no podía mover las extremidades izquierdas. Todo aquel lado ¡ay Dios! estaba como muerto. Ramón debió de leer en mi rostro la congoja de los esfuerzos que hacía, y quiso ayudarme. Ordenele por señas que me dejara. Quería seguir en reposo para pensar en aquel fenómeno tristísimo. A mi mente vino una idea, con ella una palabra. Sí, me lo dije en griego para mayor claridad: «Tengo una hemiplejía». La idea de la justicia, que rara vez deja de abrirse paso en nuestras crisis para alumbrarnos la conciencia, apareció muy luego: «Bien ganada me la tengo».
Mi pena fue horrible. Tremendo rato aquel, en que la conciencia física me acusó con pavorosa austeridad, en que me rebelé contra la sentencia fisiológica y contra Dios que la daba o la consentía, ¡no sé!... Sin derramar una lágrima, lloré una vida entera y deseé con toda mi alma acabar de morirme... Aún me faltaba la más negra. Quise hablar a Ramón y la lengua no me obedecía. Las palabras se me quedaban pegadas al paladar como pedazos de hostia. Mis esfuerzos agravaban el entorpecimiento de aquella preciosa facultad, gastada, perdida tal vez para siempre. Intenté decir una expresión clara, y no dije sino ¡mah, mah, mah! Causome tal horror mi propio lenguaje que resolví enmudecer. Me daba vergüenza de hablar de aquella manera. ¡Ser mitad de lo que fuimos, sentir uno que su derecha viva tiene que echarse a cuestas a la izquierda cadáver, y por añadidura pensar como un hombre y expresarse como los animales, es cosa bien triste...!
Augusto quería disimular la pesadumbre que mi estado le causaba; mas cuando oyó mi espeluznante mah, mah, mah, no le fue posible fingir tranquilidad. Híceme juramento de callar para siempre y no ofrecer a la estupefacción de oyente alguno aquel rebuzno mío, aquel bramido de Nabucodonosor condenado a arrastrarse por el suelo y a comer hierba... Todo aquel día lo pasé en una especie de estupor letárgico, que a veces tocaba en el sueño, sintiendo en mí algún alivio. Lo primero que me atormentó por la noche fue el sentirme horriblemente desmemoriado. Yo no me acordaba de todo, sino de algunas cosas, y de otras apenas tenía vagas nociones. Pero el prurito de recordar, aquella infructuosa erección de la memoria queriendo ser y no pudiendo, aquella dolorosa presciencia de nombres y sucesos, sin lograr determinarlos, me martirizaba lo que no es decible. Recordaba el caso de mi ruina, de la fuga de mi acreedor... pero no podía atrapar el nombre de Torres... Y veía ante mí algo como el esqueleto del nombre; pero le faltaba la carne, las letras. Toda la noche estuve buscándolas y no las encontré hasta por la mañana.
Pero el ejemplo más triste de esta pérdida de la facultad fue no saber quiénes eran aquellas tres mujeres a quienes vi la segunda noche, en fila delante de mí. Ofreciéronse a mi atención al despertar de uno de aquellos letargos, y me dije: «Yo conozco estas caras; las he visto en alguna parte...». Estaban las tres apoyadas en el tablero inferior de mi cama, grande como de matrimonio. Veíalas yo de medio cuerpo arriba, los brazos sobre el tablero, en actitud de estar asomadas a un balcón... La que estaba en medio tenía cristales en sus ojos, que brillaban en la penumbra de mi estancia con efecto semejante al que hacen en la oscuridad los ojos de los gatos. A su derecha estaba otra que me miraba también. Me pareció que a ratos se llevaba una mano a los ojos, y que en la mano tenía un pañuelo. ¿Por qué lloraría aquella buena señora?... Y era guapa. La de la izquierda me miraba con fijeza observadora y más bien curiosa que enternecida. Era morena, de muy acentuada delantera, esbeltísima... Nada, que aquellas tres caras y aquellos tres bustos no me eran desconocidos; pero mi cerebro ardía en un trabajo furioso de indignación, sin poder sacar en claro quiénes eran ni cómo se llamaban.
Por fin el corazón me alumbró, el corazón, que se puso a hacer cabriolas y me dijo: «aquella que está a tu derecha y a la izquierda de la de los lentes es tu borriquita». Fui juntando ideas, casándolas y amarrándolas bien para que no se me escaparan... Camila, la sin par Camila, fue la primera que venció la anarquía de mi pensamiento y mi memoria... después Eloísa, la que lloraba; por fin María Juana, la sabia. Cuando las atrapé diéronme ganas de decir algo. Pero tuve espanto y vergüenza de que mis tres primas me oyeran. No, antes reventar que darles muestra tan desapacible del lenguaje prehistórico. Eloísa fue la primera que se llegó a mí, rompiendo la lúgubre fila en que las tres estaban cual aves posadas en un rama.
Llegose a mí para mirarme de cerca. Vi sus ojos llenos de lágrimas. Alguna creo que me cayó encima. Preguntome que cómo estaba, y yo no dije nada. Noté al mismo tiempo que la sabia, sin moverse del centro del tablero, llevose el dedo índice a sus labios y estuvo así un buen rato, parecida a una estampa de la discreción. Quería imponer silencio a las otras dos, pues también Camila se llegó a mí por el otro lado y me miró de cerca... ¡Qué ganas sentí de pegarle un beso, expresión casta y juiciosa del júbilo que me causaba el haber recobrado la conciencia del amor que le tenía! Preguntome también que cómo estaba, y yo... mutis. «No oirás este mu del buey herido, prenda de mi corazón -pensé, y pensándolo les hice señas de que se estuvieran allí, porque sentía cierto consuelo en contemplarlas. Eran mi historia, mi vida, yo mismo puesto en figuras, como un libro ilustrado.

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