Lo prohibido: 24

I

No sé qué más atrocidades dije. Yo no tenía ideas claras y justas sobre nada; era un epiléptico. Me caí en una silla, y estuve un rato pataleando y haciendo visajes. Contome después Ramón que Constantino se retiró muy enfurruñado, cuando ya no tenía yo conciencia de que él estuviera presente.
Estuve tres días en cama y ocho sin salir de casa; de tal modo me conmovieron y agobiaron los sucesos de aquella tremenda fecha, una de las peores de mi vida. ¡Cuán lejos estaba de que habían de venir otras peores! Ninguna de mis tres primas fue a verme. Mi tío y Raimundo no faltaron, este tan dislocado como siempre, aquel sufriendo en silencio una agitación moral que respiraba por su boca con suspiros volcánicos. Y no sabía el buen señor nada de lo ocurrido entre sus hijas y yo aquellos días, pues felizmente no hubo ningún indiscreto que le llevase el cuento. La causa de su dolor era otra y se sabrá más adelante. Díjome Ramón que al segundo día había enviado a preguntar por mí el señor de Medina, y que Evaristo no dejaba de ir por mañana y tarde a informarse de mi salud. ¿Pero a que no sabéis cuál era la compañía más grata para mí? Mis amigos me fastidiaban y mis parientes no me divertían. Vais a saber dónde estaba mi consuelo en aquellas tristes horas.
Haría dos semanas que, hallándose Camila en casa en ocasión que estaba también allí mi zapatero, le dije: «te voy a regalar unas botas. Maestro, tómele usted la medida». Dicho y hecho. Al día siguiente de la marimorena, trájome el maestro, con el calzado para mí, las botas de Camila, que eran finísimas, de charol, con caña de cuero amarillo. Ramón las puso casualmente sobre una mesa frontera a mi cama, y los ojos no se me apartaban de ellas. ¡Oh dulces prendas!... Una falta les encontraba, y era que no teniendo huellas de uso, carecían de la impresión de la persona. Pero hablaban bastante aquellos mudos objetos, y me decían mil cositas elocuentes y cariñosas. Yo no les quitaba los ojos, y de noche, durante aquellos fatigosos insomnios, ¡qué gusto me daba mirarlas, una junto a otra, haciendo graciosa pareja, con sus puntas vueltas hacia mí, como si fueran a dar pasos hacia donde yo estaba! Ramón las cogió una mañana para ponerlas en otro sitio, y yo salté a decirle con viveza: «Deja eso ahí...». El inocente me quitaba el único solaz de mi agobiado espíritu. Porque Ramón no se riera de mí, no le mandé que me las pusiera sobre mis propias almohadas o sobre la cama... Seguramente me habría tomado por loco o tonto.
Cuando me puse bien, ofreciose a mi espíritu la injusticia y brutalidad de mi conducta con mis dos primas mayores el día de la jarana. Cierto que debí apresurarme a desvanecer el error en que estaban con respecto a la pobre borriquita, cuya culpa no tenía realidad más que en la grosera intención de las otras. ¿Y cómo convencerlas de la inocencia de Camila? ¿Cómo hacerles comprender que tanto la una como la otra debían besar la tierra que la borriquita pisaba y confesarse a ella? Eloísa y María Juana tenían cierto interés moral en no creerme, porque la idea de que su hermana les aventajara en conducta debía de herirlas muy en lo vivo. «No me creerán, no me creerán -era el pensamiento que me atormentaba-. Juzgándola por sí mismas, no se convencerán, porque convenciéndose se acusan. Acusadoras se disculpan, y desean tener que perdonar para que se las perdone.
Pero aun contando con lo infructuoso de mis esfuerzos, algo había que hacer. Por de pronto, determiné no subir a la casa de Camila. Si Constantino persistía en que nos pegáramos, por mí no había de quedar. Ya sabía él dónde yo estaba. Después hice propósito de ver a Eloísa y María Juana. A esta la tenía yo, si no por autora, por la principal propagandista de la injuriosa especie, a la cual, por desgracia, daban apariencias de verdad mi locura, mi intención y mis repetidas visitas al hogar de los Miquis. Desistí de ver a Eloísa por lo que me contó Severiano el primer día que salí a la calle. La infeliz cumplía la sentencia de su triste destino, y últimamente había dado un nuevo paso en la senda que aquél le trazaba. Lo diré clarito, sin rodeos. Acababa de enredarse con un aristócrata viudo, el marqués de Flandes, que después de residir mucho tiempo en el extranjero, vino a España a que le pusieran el cachete a su ruina. No durarían mucho estas relaciones, porque Paco Flandes daba ya poco de sí, metálicamente hablando, y el mejor día me le ponía la prójima en el arroyo. Entre tanto, la casa de la calle del Olmo recobraba algo de su esplendor pasado; muebles parisienses ocupaban los lugares vaciados por el último embargo, y algunas obras de arte iban entrando con timidez. Entre estas las había bonitísimas: un Carnaval en Roma de Enrique Mélida, un hermoso país de Beruete, y dos terracotas de los hermanos Valmitjana. Tras esto vendrían más cosas, más; así lo decía ella, poniendo carita de tristeza y dando a entender que los tiempos son malos y que cada vez parecen que hay menos dinero. Como síntoma muy significativo, añadió Severiano que Sánchez Botín le hacía la rueda con la pegajosa tenacidad que siempre ponía en todas sus empresas; pero que mi prima declaraba a todo el que la quisiera oír, que jamás descendería hasta un ser que consideraba muy por bajo de todos los envilecimientos y de todas las prostituciones posibles. No hablamos más de esto, y determiné no ir a la calle del Olmo ni ocuparme para nada de semejante mujer.
Mi primera visita fue para los Medinas, a quienes encontré juntos. Ambos me recibieron con amabilidad, interesándose por mi salud. Nada de lo que pudiera observar en María Juana me llamaba la atención, por ser mujer de mucha gramática parda; pero sí me sorprendió la repentina afabilidad del insigne ordinario. Sus prevenciones contra mí se habían disipado sin duda. ¿Por qué? ¿Qué para-rayos había alejado de mi pecadora frente la electricidad de su odio? Heme aquí en presencia de otro enigma que me trajo no pocos quebraderos de cabeza. Diome aquel día cigarros de primera, los mejores que tenía; y cuando nos íbamos juntos a la Bolsa, en su coche, expresome con sinceras palabras que se alegraría de que mi liquidación de fin de mes fuese buena. «Si el alza sigue acentuándose -me dijo-, y yo creo que seguirá, porque cada día vienen del extranjero más órdenes de comprar, creo que saldremos muy bien usted y yo». Y variando de tono y asunto: «Es preciso que usted no se distraiga tanto con las faldas, sopena de que se le vaya el santo al cielo y no dé pie con bola en los negocios. Observe usted que todos los que al entrar por las puertas de la contratación no supieron desprenderse de los líos de mujeres, han salido con las manos en la cabeza. Hombre enamoriscado, cerebro inútil para trabajar». Todo esto me parecía inspirado en la más sana filosofía; no así lo que me manifestó poco después, y que a la letra copio: «Ya sé lo de esa pobre Camila. Es usted incorregible, y al fin las pagará todas juntas. Agradezca usted que hasta ahora no ha dado más que con bobos; pero algún día, donde menos se piensa salta un hombre, un marido digno, y entonces podrá usted encontrar la horma de su zapato... En Camila no extraño nada; es como su hermana Eloísa, otra que tal; allí no hay seso... ¡Oh! me cupo en suerte lo único bueno de la familia, el oro puro: lo demás todo es escoria... Sí, sí, ya sé lo que usted me va a decir; que es calumnia, sí; estas cosas son siempre calumnia; por ahí se sale...
-Pues sí que lo es -exclamé, sin poder contener la indignación que me salió a la cara-. Pues sí que lo es, y extraño mucho que una persona tan recta como usted se haga eco de ella.
Algo más iba a decir; pero me asaltó la idea de que su error podía ser la clave de su inopinada benevolencia, y no extremé los esfuerzos para sacarle de él. De esta manera se enlazan en nuestra conciencia las intenciones, formándose un tan apretado tejido entre las buenas y las malas, que no hay después quien las separe. «Es usted una mala persona -me dijo al fin sonriendo-; pero para que vea que me tomo interés por usted, voy a darle un consejo: venda lo más pronto que pueda las Obligaciones de Osuna.
Por la noche fui a comer a su casa. En María Juana noté un marcado propósito de no entablar conversación conmigo sino delante de otras personas; pero en las pocas frases sueltas que cambiábamos, cuando no se nos interponía el guardacantón de carne de No Cabe Más, advertí cierta ternura y como un deseo de explicarse conmigo. Sin duda me había perdonado mis brutalidades del día famoso. «Para que comprendas lo irritado que estaba -le dije-, y puedas explicarte la grosería con que te traté, me bastará declarar que daría hoy no sé cuántos años de vida por poder probar la inocencia de Camila, esa inocencia en que nadie cree, y que sin embargo es tan cierta, tan clara como la luz». La observé muy pensativa al oír esto, y con irónica frase diome a entender que esperaba las pruebas. «¿Pero qué pruebas he de darte más que mi palabra y el juramento que hago, si es que esto de los juramentos tiene algún valor en tiempos en que el perjurio es ley? Créelo si quieres, y si no no lo creas». No pude decir más, porque Partiendo del Principio se nos vino encima.
Había que ver la cara que me puso la sabia dos días después, cuando la acusé de haber iniciado el descrédito de su hermana. «¡Yo! -exclamó, poniéndose pálida-. ¿Me crees capaz...? Si han sido tus amigos, Severiano y Villalonga, los que primero lo han dicho, y luego lo ha remachado no sé quién... creo que las de Muñoz y Nones, las cuñaditas de Augusto Miquis... A mí me lo contó Eloísa... Ella dirá que se lo dije yo; pero no hagas caso... Te seré franca; yo tenía mis sospechas, y como siempre Camila me ha parecido muy ligera...».
¡Oh! ¡qué argumentos tan sutiles empleé para disipar aquel error! Pero no pude convencerla por no expresarme con absoluta sinceridad, corazón en mano. Yo no decía más que la mitad de la verdad, y la mitad de la verdad suele ser tan falsa como la mentira misma; yo hacía hincapié en la honradez de mi borriquita, verdad como un templo; pero me guardaba bien de declarar el dato importante de mi pasión por ella y de la insistencia con que la perseguía. Arrancada de los autos de la causa esta hoja que tanta luz arrojaba sobre ella, todo quedaba en gran confusión.
Era mi prima muy sagaz, y con judicial tino y penetrante mirada me hizo esta pregunta: «¿De modo que tú juras que nunca has tenido pretensiones malas con respecto a Camila?
Contestele que sí lo juraba, aunque sin afianzar mucho la afirmación. Mentira tan gorda hizo en la ordinaria un efecto contraproducente, y tratándome con tanta lástima como desdén, me dijo: «Mira, niño, si crees que tratas con tontos, si crees que todos son Constantinos y Carrillos, te llevas chasco. Anda con Dios.
Y otro día que nos vimos, no hay que decir dónde ni cómo, hablamos de lo mismo, y se repitió la pregunta, y la verdad me escarbaba dentro con esa horrible náusea de la conciencia, que es tan difícil de contener. Y se me alumbraron los sesos, y ebrio de sinceridad, ardiendo en apetitos de ella, me desbordé, y lo canté todo de pe a pa... En mi vida he hecho confesión más completa, leal y meritoria. Todavía me estoy aplaudiendo las palabras que dije, así como creo ver aún las diversas caras que me iba poniendo la sabia conforme oía, ahora patética, ahora contrariada, ya envidiosa, ya palpitante de sobresalto, angustia o no sé qué. Y cuando le dije: «sí, esa mujer me tiene loco, me tiene enfermo, y como no la puedo adorar, estoy adorando sus botas hace muchos días, como si fueran su retrato», vi que la sabia luchaba entre reírse de mí y darme de bofetadas. Se puso muy severa, mirome de través, y vuelta a hacer preguntas; ¡pero qué preguntas!
«¿Y quieres hacerme creer que habiendo puesto a sus pies tu fortuna, habiéndole ofrecido hotel, coche, rentas, lujo, te ha resistido?».
Díjele que sí, que esta era la verdad pura, y soltó una carcajada que me heló la sangre. Todavía estoy oyendo aquel ja ja ja que continuó con ella hasta la habitación inmediata, pues iba ya en retirada. Volvió para decirme desde la puerta: «Si has creído que a mí me podías engañar con fábulas como las que se cuentan a los rorros para que se duerman, te equivocas... Eres como los titiriteros que se sacan cintas de la boca o se tragan una espada. ¡Engañan a los paletos y a las criadas de servicio, pero a mí...! Ahora te falta el golpe más bonito. Desesperado te metes a cartujo como Rancé y te pones a cavar tu fosa, o a jesuita para largarte a las misiones de Oriente. Porque tales pasiones contrariadas suelen acabar en esas misas. ¡Ah! ¡qué enfermo estás!... cerebro desquiciado... ¿Quién puede dar crédito a lo que dices? ¿No te acuerdas ya de las mentiras que me has dicho a mí? ¿Cómo compagino lo que te he oído otras veces con lo que acabo de oírte? Francamente, no hay palabras con que expresarte lo despreciable que eres». Respondí que en efecto no me tenía por modelo de hombres, y me senté, agobiado de pensamientos sombríos y pesimistas, apoyando en mis manos la cabeza, que no podía con el peso de ellos. Pasó un rato. Ni ella se iba, ni decía nada. Tampoco a mí se me ocurría qué decir; tan abrumado estaba. Habíame metido yo mismo con mis errores en un lío infernal de contradicciones de conciencia, y por ninguna parte hallaba la salida. Mis pasiones verdaderas, las mentiras con que cohonestaba las falsas, habíanme formado una espesa red de la cual no podía salir. Era, como ella dijo, despreciable y monstruoso.
Pasó no sé cuánto tiempo, hasta que sentí en mi frente humillada dos dedos de María Juana. Empujando hacia arriba me levantó la cabeza, y yo no hacía nada por impedirlo, porque la tenía como muerta para todo lo que no fuera pensar. Cuando mis ojos estuvieron frente a los suyos, la sabia, con menos aplomo que de costumbre y un tanto balbuciente (nunca la había visto yo así), me dirigió estas palabras en las cuales advertí más ternura que rigor:
«Eres un pobrecito inválido del alma, y da pena abandonarte. Lo merecías por falso, por depravado, por tu desprecio de toda ley de Dios y de los hombres... Pero no se te abandonará. Si tu maldad es infinita, infinita es también la misericordia... humana; quiero decir, que alguien que se ha propuesto salvarte lo ha de conseguir aunque te pese a ti mismo.
Estas pedanterías me hicieron mejor efecto que otras veces, y oyéndolas como expresiones de afectuoso consuelo, las agradecí mucho. Así se lo manifesté. Mi prima tenía los labios secos, la vista un poco adormecida.
«No llevarás tu maldad -prosiguió, pasándome la mano por la cabeza-, hasta el extremo de ahuyentar al ángel bueno que te persigue para salvarte... Comprenderás que te conviene entregarte a él en cuerpo y alma, someterte a su voluntad y a sus consejos, que serán, te lo aseguro, consejos de prudencia. Confíale todo lo que sientas y pienses, pues sólo así puede tu ángel bueno responder de tu salvación».
Todo aquello de las salvaciones, que María Juana traía siempre a cuento, se me figuraba a mí cosa de comedia o novela, mejor aún, de ópera, pues todos los libretos están fundados en el quid de salvar el tenor a la tiple o viceversa, y hay mucho de salvarmi non potrai... o corro a salvarti. Pero en aquel caso no vi ni sombra de ridiculez en las salvaciones de mi prima, sino, por el contrario, un cierto espíritu de fraternidad, de cariño y hasta de unción religiosa.
La despedí muy cordial y agradecido; y ella, al partir, quejábase de amagos de aquella maldita neurosis que consistía en suponerse con un pedazo de paño entre los dientes... ¡Y un fatal instinto la obligaba a masticarlo! ¡Pobrecita!

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