Lo prohibido: 23

I

¡Qué mal concluyó para mí aquel condenado mes de Marzo! Todos los días que siguieron al de mi santo fueron aciagos. Ya era un disgusto con Villalonga; ya que se me perdía un billete de Banco en el Bolsín; ya que me machacaba un dedo en una puerta o se me volcaba la botella de tinta sobre la mesa. Añadid a esto que se me despidió la cocinera; que se me desalquilaron dos pisos; que el inquilino del tercero de la derecha por poco me pega fuego a la casa; que la hija del portero cayó mala con viruelas; que Partiendo del Principio me dijo que yo no sabía de la misa la media; que cogí un fuerte constipado; que el espadista Raimundo halló medio de sacarme dinero; que la liquidación de fin de Marzo no fue muy buena para mí, y comprenderéis que yo tenía razón para quejarme de la Providencia y poner el grito en el Cielo. Pero aún falta lo mejor, es decir, lo peor, y vais a saberlo: ni mi liquidación ni aquellas otras contrariedades me afectaron tanto como el golpe que recibí el 1º de Abril. La casa Hijos de Nefas, de que yo era socio comandatario, había suspendido sus pagos. Los negocios de Jerez iban de mal en peor; la crisis se agravaba, y tener dinero allí principiaba a ser peligroso. De la quiebra de los Nefas esperaba yo salvar algo; mas me inquietaba el no haber cobrado aún el trimestre vencido de mis arrendamientos. En fin, que aquello se ponía feo.
Viendo caer sobre mí tantos males, uno tras otro sin darme respiro, decía: «por fuerza tiene que caerme ahora algún bien muy grande». Y recordando la preciosa sentencia sperate miseri, cavete felices, añadía: «¡Si será que ahora me va a querer Camila...!». Porque con tal resarcimiento, ya daba yo por buenas todas las calamidades de fin de Marzo. Habíame vuelto muy supersticioso, creía en las compensaciones, en el ten con ten de los sucesos para formar este equilibrio que llamamos vida, y ved aquí cómo se me metió en la cabeza que Camila me iba a pagar al fin el grande amor, o mejor dicho, la demencia que yo sentía por ella.
Durante los días de Semana Santa, me entretuve, no sabiendo qué hacer, en continuar las Memorias principiadas en San Sebastián. Como desde el verano no había puesto la mano en ellas, costome algún trabajo coger la hebra del relato y avivar los fuegos interiores, que llamo inspiración por no saber qué nombre darles, y sin los cuales fuegos no es posible llevar adelante ningún trabajo literario, aunque en él, como sucede aquí, no tenga parte la invención. Tan buena traza me di que en cuatro o cinco noches y otras tantas mañanas despaché todo lo de la temporada en la capital de Guipúzcoa, mis trabajos bursátiles en Madrid, la pintura de las cosas y personas que observé en casa de María Juana, las filosofías de esta, y por último, la enfermedad de Eloísa. Aquí di punto, esperando los nuevos sucesos para calcarlos en el papel en cuanto ellos salieran de las nieblas del tiempo.
Poco o nada adelanté con Camila en aquellos santos días, porque a ella le dio por ir mucho a las iglesias y asistir al Miserere de la Capilla Real, visitar todos los sagrarios y andar las estaciones. Ella y su marido se pusieron de tiros largos, y no quedó monumento que no vieran. El viernes, de vuelta de aquellas correrías, estuvieron en casa, y la exploré por ver si se le había desarrollado la manía religiosa, para, en caso afirmativo, volverme yo beato también. Pero no; sus ideas no habían variado, y aun me pareció hallarla más librepensadora que antes. Tomaban ambos aquello como distracción gratuita, o como un medio de lucir los trapitos de cristianar.
«¿Estás escribiendo tus Memorias? -me dijo viendo las cuartillas sobre la mesa-. Estarás buena. Habrá ahí mucha papa... ¿Y di, me sacas a mí? ¿sacas a Constantino? Entonces, ¡qué gusto! nos haremos célebres. Y a propósito, me vas a hacer el favor de prestarme algunos libros. Nosotros no tenemos dinero para comprarlos. Mi marido, cuando nos casamos, no llevó a casa más que el Bertoldo, el Arte de torear, de Francisco Montes, las Mil y una barbaridades, dos o tres libros de su carrera, El mago de los salones y los Oráculos de Napoleón; en fin, cuatro porquerías. El otro día se los vendí todos a un prendero por cinco reales...
Díjele que mi biblioteca, escasa y desordenada, pero superior a la de todos los españoles ricos, estaba a su disposición. Contestome que no quería los libros para leerlos ella, pues no tenía tiempo de ocuparse en boberías, sino para que Constantino se entretuviera en sus ratos de ocio, que eran los más del año. Así se iría poco a poco desasnando y aprendiendo cosas, y no diría tantos disparates en la conversación. Miquis, recorriendo con vivo interés los rótulos de mi estante, demostraba sentir en su alma un gran apetito literario. ¡Qué bien le venía darse un verde! Su ignorancia era rasa. «Mi hombre -dijo Camila mirando la librería-, está más limpio que yo. Figúrate que soy una sabia a su lado. Ayer me disputaba que la Australia es una isla del Asia. ¿No es verdad que está en la Oceanía, y que no es isla sino continente, donde hay mucho salvaje? Y decía que Federico el Grande era Emperador y que lo llamaban Barbarroja, y que se debe decir carnecería y no carnicería... En fin, préstanos libros, y yo te respondo de que se le pegará algo, pues aunque tenga que abrirle algún agujero en la cabeza, él ha de aprender o no soy quien soy. No quiero más burros en mi casa. A ver, querido Cacaseno, echa un vistazo a estos letreros y escoge lo que mejor suene en tus orejas para que te civilices... ¿Qué es esto? Muller... Historia Universal. ¡Hala! te conviene. A ver si te lo tragas todo. Chaskepire... ¡inglés! Nos estorba lo negro, chico, y aunque estuviera en castellano, estas son muchas mieles para tu boca... Sigue mirando. No, no me cojas un verso porque te divido. Prosa, hijito, prosas claras que enseñen lo que se debe saber. Historia, y alguna novela para que me la leas a mí de noche. ¿Qué es esto? Life of... Esto es cosa de la jilife. Déjalo ahí. No va con nosotros. Don Quijote... ¡Hala! tu paisano; llévalo. ¿Y esto? Padre Rivadeneyra... Esto de padre me huele a religión... No te metas con eso. La Revolución francesa... Cógelo, cógelo...».
Constantino apartó muchas obras. Después cayó su esposa en la cuenta de que en vez de llevarse un quintal de papel, era mejor que fuese tomando los libros conforme los necesitasen. «¡Hala! carga con el Muller, y vete subiendo, ¡arre! -dijo a su marido, que obedeció. Quedose ella detrás, y cuando el otro estaba ya en la escalera, volviose hacia mí y me dijo con secreteo:
«No quería hablarte de esto delante de mi cara mitad; pero en dos palabras, ahora que él no nos oye...
-¿Qué? -preguntele con afán.
-Que me vas a dar toda la ropa que deseches. Yo veo que tú te haces muchos trajes muy buenos y que sólo te los pones un mes. Es un despilfarro. Yo aprovecharé para mi pobre Bertoldo lo que me quieras dar. Es una lástima que lo des todo a tus criados.
-Pero mujer, es humillarle...
-Déjate de monsergas... Me das unos pantaloncitos, o dos, o tres, y yo se los arreglo a él... Lo mismo te digo de algún chaqué o americana.
-Me parece que...
-Él no chista si yo se lo dispongo así. ¡Que es humillante...! Ríete de tonterías. Lo que yo quiero es no gastar dinero.
Pensé decirle que se encargara, por cuenta mía, toda la ropa nueva que quisiese; pero esto no habría pasado seguramente. Despedila en la puerta, y subiendo a escape la escalera, me saludó desde el segundo tramo con un gesto y una cabezada. No cerré mi puerta hasta que no sentí el golpe de la suya, cerrándose tras ella.

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