Lo prohibido: 22

I

Un domingo por la mañana, cuando menos lo esperaba yo, presentóseme en mi casa María Juana. Venía de oír misa en las Salesas. No habíamos acabado aún de saludarnos, cuando... ¡tilín! la señorita Camila. Esta no venía de misa, sino de dar un paseo por el Retiro con Miquis, porque la mañana estaba hermosa.
«¿Y las camisas? -me preguntó desde la puerta del gabinete-. ¿Te has puesto alguna?
Al oír la pregunta, María Juana y yo soltamos la risa. Precisamente la noche antes habíamos hablado de las tales camisas y de lo mal que estaban. Camililla las hizo con toda la mayor voluntad posible, muy bien cosidas; pero en los cortes demostraba que no es tan fácil dominar aquel arte.
-Pues te diré... Siéntate primero.
-Salud -refunfuñó Miquis entrando.
-Te diré... Las camisas...
-¿Qué? ¿Vas a salir ahora con que no están bien? -gritó la autora con la prontitud de su genio impetuoso.
-No, mujer... escucha...
-Ya me lo figuraba. Hícelas yo, pues por fuerza habían de esta mal. Nada, lo que digo. Todo ha de ser francés; si no no gusta. ¡Ay qué españoles estos! Desprecian lo de aquí, y se les cae la baba con cualquier mamarracho que venga de Francia.
-¿Pero a dónde vas a parar?
-Sí, sí -añadió alzando más la voz y manoteando-. Si hubiera hecho las camisas algún franchute, ¡oh! entonces serían magníficas; pero las he hecho yo... Vamos a ver, ¿qué defecto les has encontrado?
-Si no me dejas hablar; si iba a decir que están muy bien...
-No están sino muy mal -declaró María Juana con la seriedad de quien acostumbra a poner la justicia por cima de todas las cosas.
-¡Muy mal!... ¿Y tú qué sabes?
-Lo sé, porque él me lo ha dicho anoche.
-No te enfades, Camila -indiqué yo, tratando de templar aquellas gaitas-. El corte de camisas es difícil; se necesita mucha práctica...
-Pues Constantino no usa más que las cortadas por mí, y no se queja. ¿Verdad, tú?
Constantino estaba entretenido viendo unas fotografías de caballos y no hizo caso de la pregunta.
«En rigor, no están mal -añadí-. El cuello no encaja bien, se sube un poco por delante, y la pechera se abulta, se abomba figurando algo así como delantera de ama de cría...
Las risas de María Juana desconcertaron más a la otra, que dio algunas pataditas.
«La culpa tengo yo por meterme a generosa. ¡Mal agradecido! Quita allá. No vuelvo a dar una puntada por ti. Permita Dios que cada puntada que he dado en las seis camisas, sea un picotazo en tu corazón y se te vaya agujereando como si te lo comieran los pájaros.
-¡Jesús, qué barbaridad! -exclamó la hermana mayor.
-Y nada más... ¡Vaya con el señor de los pechos planchados...! que le han de hacer las camisas los ángeles, y no han de tener ni una arruga... ¡Y quémeme yo las cejas para esto!
-Vamos, Camililla, no te enfades. No es extraño que el primer ensayo... Ahora te compraré más tela, y me harás otra media docena.
-¡Yo!... Que los dedos se me pudran si vuelvo a dar una puntada por ti. Te desprecio... altamente.
-Y nada menos que altamente.
-Y en prueba de ello, mira lo que voy a hacer. ¡Ramón!
Empezó a dar voces llamando a mi criado. Constantino le dijo: «No alborotes, chica. ¡Que siempre has de ser así...!». Y como mi criado tardase en venir, fue ella a buscarle. Oímos su voz diciendo: «Ramón, tráeme las seis camisas que le he regalado a tu amo.
-¡Qué torbellino! -murmuró María Juana-. No sé cómo la aguantas.
Pronto apareció Camila con las camisas.
«Falta una.
-Es la que me puse ayer... Salí con ella, y tuve que volver a casa a quitármela, porque por la calle iba haciendo gestos como si tuviera el pescuezo lleno de pulgas.
-Ya te daré yo pulgas, tontín. Verás, verás. Pues señor, estas cinco camisas, digo, seis, porque la otra también la apando cuando esté lavada, me las llevo a mi casita, y haciéndoles una pequeña reforma, ensanchándolas un poquito de hombros y de cuello, se las arreglo a este animal. Mira tú por donde he salido ganando... Chúpate esa y vuelve por otra... Constantino, hijo de mi alma, vámonos de esta casa de mal agradecidos. Ya tienes seis albardas más. Tú no les pondrás peros. ¿Qué has de poner?
Él se reía, diciéndonos: «No le hagan ustedes caso. Hoy le ha dado por alborotar. En fin, tiro del ronzal y me la llevo para que os deje en paz.
Cuando salieron, díjome la otra: «¡Qué vecindad tan molesta debe de ser para ti! Estarás harto.
-No lo creas; me divierto con esas tonterías.
-¿Y qué tal? ¿Hay sablazos?...
-No lo creas. Viven con arreglo. Es que tenemos de Camila una idea muy equivocada.
-Ya sé que no se gobierna del todo mal. Pero el día menos pensado la pega. No hay fondo en ella.
-Pues se me figura que lo hay. La Humanidad, como la Naturaleza geográfica, nos ofrece cada día nuevos motivos de sorpresa y asombro. Donde menos lo pensamos, aparecen las maravillas humanas y tesoros que estaban ocultos, como los continentes antes de que un Colón les echara la vista encima.
-Vaya que te remontas.
-Y a cada territorio que descubrimos en el planeta moral, parece que se ensancha el alma total del mundo, y por ende, la nuestra crece y...
-Chico, chico, te quiebras de sutil. El demonio que te entienda -me dijo echándose a reír-. Baja de esos espacios y escúchame. Tengo que irme en seguida.
-Soy todo oídos.
-Anoche estuvo la pobre Victoria en casa. Cada ojo así, por ver si entrabas. Como no fuiste, la pobre se secaba mirando a la puerta del salón. Cuando se marchó, creo que le faltaba poco para hacer pucheros.
Tras este exordio, vino una larga amonestación sobre el mismo tema. Yo debía casarme a ojos cerrados con aquella joven.
«Mira, prima, ya te he demostrado...
-Sé lo que me vas a decir; conozco tus argumentos como si fueran míos... No todas las personas se casan enamoradas; y las que se casan sin amor no son las más infelices. Hay mil casos... Bien sé que Victoria no es una mujer superior, tal y como a ti te conviene; pero ven acá: esa mujer superior, ¿dónde la vas a encontrar? Hallarás la bonita, la graciosa, la cariñosa, la trabajadora, la rica, la discreta; pero la que reúna estas cualidades todas y a ellas añada ese talento femenino que es tan hermoso por lo mismo que es tan raro, el talento de encadenar al hombre pareciendo que es ella la que se encadena, esa divinidad, ese milagro, ¿dónde está?
-¿Dónde? Qué sé yo... ¿Y qué saco de descubrir esa maravilla, si no ha de ser para mí? Soy un desdichado que siempre llega tarde, y voy volteando por el mundo, de equivocación en equivocación, queriendo siempre lo que no puedo tener. No doy un paso sin tropezar con una ley que me dice: ¡alto! Mi dicha está siempre en manos ajenas.
-No alambiques, no alambiques -dijo un poco turbada; y se levantó de su asiento para ver los cacharros que tenía yo en una vitrina.
No quiso darme a conocer cierta confusión que a su rostro salía.
«Vaya que tienes aquí cosas divinas. Y a propósito: ¿Sabes a dónde han ido a parar los cuatro grandes tapices de Eloísa? A casa de esa que llaman la Peri. ¡Qué escándalo! A esto llaman vueltas del mundo; yo lo llamo volteretas. El espejo horizontal y otras piezas están en casa de Torres. Se mirará Paca en él para peinarse las greñas. Todo el comedor ha ido a poder de Sánchez Botín. Él empezó por comerse los manjares y ha concluido por tragarse la mesa de roble y las hermosísimas sillas talladas. ¿Y las dos credencias inglesas, las has visto en alguna parte?
-Como que las tengo en mi casa.
-¿Aquí?
-Sí; en mi segundo -afirmé señalando al techo-, vive la querida del director de no se qué ramo, una tal Felisa, que llaman la Chocolatera... La habrás oído nombrar; la habrás visto alguna vez. Es guapa, un poquito ajada.
-¡Ah! sí, estaba en San Juan de Luz... ¿Esa ha comprado las credencias?...
-Ayer estaba yo en casa, y vi a media docena de mozos de cuerda que las subían. Puedes creer que me lastimó ver aquellos hermosos muebles que fueron míos... ¡Volteretas del mundo!
-¡Saltos mortales!
-Y parece que me persiguen estas visiones tristes. Anteayer pasé por la calle de Hortaleza y vi el busto de Shakespeare en el escaparate de la Juana, rodeado de mil chucherías. Entré en la tienda y lo compré sin reparar el precio.
-Es verdad, aquí está. ¡Qué hermoso es! ¡Y cómo nos mira!
Estuvo un momento abstraída. De pronto, como quien vuelve en sí, me miró fijamente, diciendo:
«Vaya... te dejo... Tengo que marcharme.
La insté a que prolongara la visita; pero se resistió a ello.
«Bueno, pues te acompañaré hasta tu casa.
-No, no te molestes... Es que no quiero que me acompañes. Te lo prohíbo terminantemente.
De pronto hizo un movimiento expresivo, como si se acordara de algo importante, y lanzó una exclamación de desprecio de sí misma.
«Vaya, si parece que estoy tonta. ¡Qué cabeza esta mía! ¿Pues no me iba sin decirte aquello precisamente por qué he venido?
-¿Sí? ¿me tenías que decir...?
-Una cosa, sí... lo que más presente tenía.
Se sentó, y yo también, lo más cerquita de ella que pude.
-Pero no -indicó de súbito, mostrando gran confusión y perplejidad, y volviéndose a levantar-. Dije que me marchaba y no me retracto. Coge el sombrero, y por el camino te diré lo que te tenía que decir.
Y calle de Zurbano adelante, pensaba yo así: «Te veo venir. En fin, tú resollarás.
Lo que me tenía que decir salió ya en lo más bajo de la Ronda de Recoletos. Era que Medina había dado a entender que no le gustaba la frecuencia en mis visitas. No quería esto decir que hubiera malicia en mí. Pero en la vida hay que dejar de hacer a veces las cosas más inocentes para evitar malas interpretaciones. Era imposible que una persona tan sabia, tan filósofa, si es permitido decirlo así, como María Juana, tratase de un punto relacionado con cosas de moral sin dejar de exponer alguna bonita doctrina. «Nada hay tan sabroso para el alma -declaró-, como obligarse a hacer cosas contrarias a nuestro gusto, y recrearse, después de hechas, en ver cuán fácil era lo que nos parecía difícil».
Mostreme conforme con esto, y me volví tan filósofo que no había más que pedir. Sí; yo también me vencía, yo también batallaba día y noche, yo era un atleta que me robustecía moralmente con la gimnasia aquella de dar bofetadas al pícaro gusto y acoquinarlo y meterlo en un puño... ¡Como que mi prima y yo éramos un par de santos, que a poco que nos esforzáramos íbamos derechos a la canonización! Díjele que admiraba su virtud y su fortaleza como las cosas más peregrinas que había visto en mi vida, y que... en fin, dije muchas cosas, con las cuales me parecía que estaba envolviendo en paja la verdad de mis sentimientos con respecto a ella, para remitirlos en gran velocidad. Yo era embalador del desprecio que me inspiraba.
Firme en aquel pedestal de filosofía, hablome de Medina, llamándole el mejor de los hombres. Con cien vidas de abnegación no le pagaría ella el cariño inmenso que él le tenía. Y dispuesta estaba a hacer todos los sacrificios posibles, pues se sentía con fuerzas íntimas capaces de levantar montañas... Por mi parte, yo no me podía quedar atrás en aquello de sojuzgar las pasioncillas. También tenía yo estímulos de virtud tan grandes como la copa de un pino; yo era hombre capaz hasta del heroísmo... Total; que nos despedimos en la calle de Goya, acordando que me convidaría el lunes próximo, y que yo no iría; al otro lunes debía ir, retirándome un ratito después de comer. Algunas tardes podía visitarla, siempre a las horas en que Medina estaba, y nada más, nada más... Esto se llamaba cortar por lo sano. «Piensa mucho en Victoria -me dijo en el último apretón de manos-, y decídete de una vez. Es lo que te conviene, es tu salvación, y por eso es lo que yo quiero.
«Lo que tú quieres, bien lo veo -me dije para mi sayo al volverme a mi casa-. Pues te saldrás con la tuya.

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