Lo prohibido: 21

I

Vamos con calma y método, que hay aquí mucho que contar.
María Juana me dijo que pensaba fijar los lunes para invitar a su mesa a seis o siete personas, y recibir después a los amigos. Deseaba ella que en estas reuniones reinase una media etiqueta, con lo cual contrariaba al bueno de Cristóbal, que renegaba de las farsas y enaltecía la confianza como flor verdadera de la amistad. Gustábale a él la abundancia de las comidas españolas, y ponía el grito en el cielo en tratándose de las fruslerías de la cocina francesa. Su mujer, habilidosa como pocas, logró encontrar el justo medio, o mejor, componendas hipócritas, con las cuales aparentaba llevarle el genio, y en realidad no hacía sino su santísimo gusto. El adorno de la casa era un campo de maniobras en que lo elegante y lo cursi andaban a la greña. Había cosas muy buenas, compradas recientemente en casa de Ruiz de Velasco, y otras del gusto fiambre, caobas y palisandros barnizados, papeles horribles con vivos de negro y oro. Porque Cristóbal era de los que se empeñan en que todo se ha de adornar con medias cañas; tenía fanatismo por este sistema decorativo, y si lo dejaran pondría las tales medias cañas hasta en la Biblia. Mi prima iba desterrando poco a poco antiguallas e introduciendo el contrabando de los muebles de arte y gusto; y como Medina la quería tanto, no le era difícil a ella triunfar en cuanto se le antojaba, aunque hubo casos en que el esposo se mostró inflexible. Tenían un portero leal, honradísimo, que llevaba veinte años comiendo el pan de los Medinas, hombre que, a decir de Cristóbal, no se pagaba con dinero. Pero aquel espejo de los porteros tenía un gran defecto. No vayáis a creer que se emborrachaba. ¡Era que usaba patillas, unas enormes zaleas negras, revueltas y despeinadas que caían tan mal con la librea...! La señora les había declarado la guerra, las odiaba como si fuese ella propia quien tuviera aquellos pelos en la cara. De buena gana habría acercado un fósforo a la de su leal servidor, para incendiar aquel matorral indecente. Pero Medina se opuso siempre a que se le hablara al tal de raparse. Le parecía un ataque al libre albedrío y una burla de la personalidad humana. Además, lo de las caras afeitadas, tratándose de criados, le parecía farsa, comedia, «moda francesa, hija, mariconadas que me revientan». Defendido por su amo, el portero continuó y aún continua tan hirsuto como siempre. La casa era una de las fundadoras del barrio de Salamanca. La compró Medina al Crédito Comercial, y después de echarle mil remiendos y composturas, porque estaba tan derrengada como todas las de su tanda, la pintó muy bien por fuera, imitando ladrillo descubierto, con ménsulas y jambas figurando piedra de Novelda, y en el portal y escalera púsole cuantas medias cañas cupieron. Arregló para sí el principal, que era hermosísimo, con vistas a la calle de Serrano y al jardín interior de la manzana. Las tales casas, mal construidas, tienen una distribución admirable, un ancho de crujía y un puntal de techos que me gusta mucho. Su única imperfección, para mí, es la curva de las escaleras, defecto que también tenía mi finca de la calle de Zurbano.
María Juana había engrosado bastante; pero siempre estaba guapa. La gordura y los quevedos aumentábanle un poco la edad; pero al propio tiempo dábanle aires de persona sentada y de buen juicio, y hasta de mujer instruida con ribetes de filósofa. Éralo realmente. Más de una vez la sorprendí bajando de su coche en las librerías para comprar lo más nuevo de por acá, o bien lo bueno y nuevo de Francia. No tenía escrúpulos monjiles y se echaba al coleto las obras de que más pestes se dicen ahora. Estaba, pues, al tanto de nuestra literatura y de la francesa; leía también a los italianos Amicis, Farina y Carducci; apechugaba sin melindres con Renan y otros de cáscara muy amarga, y algo se le alcanzaba de Spencer, traducido.
Mostrábame la señora de Medina (líbreme Dios de llamarla ordinaria), desde que nos vimos en San Sebastián, grandísima consideración. Fui el primero con quien contó para sus comidas; iba también algunas tardes y hablábamos largamente. Descubrí a poco, tras un tejido de subterfugios muy discretos, un sentimiento vivo de curiosidad, deseo ardentísimo de conocer todo lo que había pasado entre Eloísa y un servidor de ustedes. Se trataba poco con su hermana; sus relaciones eran pura etiqueta de familia en casos de enfermedad; de modo que yo sólo podía ponerla al tanto de lo que saber quería. Dirigíame pregunta tras pregunta. Y yo no me paraba en barras; ¿para qué? Si saciando aquella curiosidad sedienta y mal disimulada la hacía feliz, ¿por qué privarla de un gusto tan arraigado en su naturaleza? Preguntábame asimismo mil pormenores de la casa que ella tenía por el non plus ultra de la elegancia. ¿Cómo era el servicio del comedor? ¿Conservaba yo algunos menús de las comidas? ¿Cuántas veces se vestía Eloísa al día? ¿Se vestía por completo, de ropa interior, o nada más que cambiar de traje? ¿Usaba esas camisas de seda que ahora han dado en usar las...? ¿Sus camisas de hilo eran abiertas por delante y ajustadas como batas? ¿Cuántas docenas de pares de medias de seda de color tenía? ¿A qué hora se peinaba? ¿Era cierto que se daba baños de leche de burras para conservar la tersura terciopelosa del cutis? ¿Traía el calzado de París? Los jueves, ¿cuántos vinos servían? ¿Compraba Champagne de Reus, haciéndole poner etiquetas de la Viuda Cliquot? ¿Era cierto que debía a Prast más de seis mil duros? ¿Y a qué jugaban en la casa, al whist, a la besigue o al monte limpio? ¿Era verdad que no pagaba nunca cuando perdía? ¿Era cierto que anunciaba a los amigos con quince días de anticipación el día de su santo para que fueran preparando los regalos?... A este bombardeo contestaba yo como Dios me daba a entender, unas veces categórica, otras ambiguamente, cuidando de no poner en ridículo a la que me había sido tan cara... en todos los terrenos.
Por supuesto, María Juana no perdonaba ocasión de echarme en cara la más grave de mis faltas. ¡Oh! no me la perdonaría fácilmente, porque yo había envilecido a su hermana y a toda la familia. Verdad, que si no hubiera sido conmigo, habría sido con otro, pues Eloísa tenía en su naturaleza el instinto de la disipación. Tratando de esto a menudo, diome a conocer María Juana que no eran un misterio para ella las flaquezas de mi carácter; hablome como hablan los médicos con los enfermos a quienes de veras quieren curar, y concluía con exhortaciones cariñosas, inspiradas en sus lecturas; todo muy discreto, juicioso y hasta un tantillo erudito. ¡Vaya si tenía talento mi prima! Varias veces promulgó cosas muy sabias sobre los males que nos produce el no vencer nuestras pasiones. «Somos débiles en general; pero vosotros los hombres, sois más débiles que nosotras las mujeres, y os chifláis más pronto y con caracteres más graves. Así vemos que personas de talento hacen mil locuras por dejarse ilusionar de una cualquier cosa... Tú, que en tus negocios, según dice Medina, eres una cabeza firme, ¿cómo es que se te va el santo al cielo por unas faldas? Enigmas del hombre de nuestros días, mejor dicho, del hombre de todos los días». Por fin, una noche, después de larga conferencia, antes de comer, me espetó la siguiente conclusión: Yo estaba enfermo, yo estaba desquiciado. Para ponerme bueno, era preciso administrarme una medicina, en la cual se combinaran dos salutíferos ingredientes: el trabajo y el himeneo. Agradecí mucho la intención y admiré el talento de María Juana; pero no podía mostrarme conforme con la segunda de las drogas recomendadas por ella. El trabajo me convenía realmente, y ya me había metido en él; ¡pero el matrimonio...! Mi alma estaba tan llena de Camila, que ni una hilacha, ni una fibra de otra mujer podían entrar en ella.
Hubiérame guardado bien de revelar a María Juana la pasión que Camila me inspiraba, porque de fijo le habría dado un mal rato. Debo hacer constar que aquella señora miraba a su hermana menor con cierta indiferencia parecida al menosprecio, y teníala por mujer vulgar y sin mérito alguno. Firme en sus trece, es decir, en que yo debía trabajar y casarme, la ordinaria (sin querer se me escapa este mote), me dijo aquella misma noche con gracia mezclada de protección:
«Estate sin cuidado, que yo te buscaré la novia, mejor dicho, ya te la tengo buscada. Verás qué joya.
-No, prima, no te molestes -repliqué-. No hay mujer para mí. Es una desgracia; pero no lo puedo remediar. No creas, también yo he pensado en esto, y sólo saco en claro una cosa; y es que no tengo media naranja. Si me fijo en una que tiene buena planta, resulta con una educación deplorable. La bien educada es fea como un mico, y la bonita y lista me sale con perversidades y resabios que me aterran. Si es pobre, me parece que me quiere por el dinero; si es rica, tiene un orgullo que no hay quien la aguante. Por más vueltas que le des, la tostada no parece... Y por fin, si quieres que te diga la verdad, en mí hay un vicio fisiológico, una aberración del gusto, que no puedo vencer, porque ha echado ya sus raíces muy adentro, confabulándose con estos pícaros nervios para atormentarme. Es, te reirás, es que no me agradan más que las cosas prohibidas, las que no debieran ser para mí. Si alguna que no esté en estas condiciones me gusta, al punto la idea de que sea yo quien la prohíba a ella me quita toda la ilusión. Ríete todo lo que quieras, llámame loco, enfermo, despreciable y hasta ridículo, pero no me digas que me case.
Mirábame sonriendo con majestad, como segura de vencer aquella manía tonta. El gesto de su mano acompañaba admirablemente la frase cuando me decía: «Estate sin cuidado, que yo te quitaré esas telarañas de los ojos, mejor dicho, esos cristales, porque son falsos prismas. Eres un vicioso. Déjate estar, que cuando conozcas a la candidata...

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