Lo prohibido: 20

I

Una mañana... ¡plaf! Raimundo. Caía sobre mí cuando menos le esperaba, y muy comúnmente cuando menos ganas tenía de oírle. Entró aquel día con cara risueña y un rollo de papeles en la mano. «Veremos por dónde la toma hoy -pensé-, aunque bien sé a dónde ha de ir a parar». Díjome que estaba muy mejorado de su reblandecimiento, que las palabras se le salían de la boca fáciles y correctas, sin que la lengua tuviera que hacer contorsiones, y que se sentía dispuesto, ágil y con el entendimiento lleno de claridad y hasta de inspiración.
«Hombre, ¡cuánto me alegro! -exclamé echando ojeadas de inquietud al rollo de papeles-. ¿Y qué traes ahí? ¿Esa es la obra de que me hablaste? ¿Has hecho algo en Asturias?
-¡Ah! no... aquello fue una tontería... un drama, una idea nueva... Hice dos o tres escenas; pero lo abandoné pronto. La cosa no salía. Después se me ocurrió esta gran obra.
Con sonrisa triunfal mostrome el rollo de papeles, que yo miré como se puede mirar el cañón de escopeta del cual ha de salir la bala que nos ha de herir.
«Algún dibujillo -indiqué deseando que acabase pronto, pues tenía que hacer-. Dispara, dispara de una vez.
Desenvolviendo lentamente el rollo, dijo:
«A ti solo te lo enseño, porque no quiero que se divulgue la idea. Me la podrían robar. Es muy original. Figúrate; esto se llama Mapa moral gráfico de España; va acompañado de una Memoria y su objeto es...
Cortó la frase para extender el papel sobre una mesa sujetándolo por los bordes con objetos de peso. Vi muy bien dibujado el contorno de nuestra Península, con indicaciones de cordilleras, ríos y ciudades. Los nombres de estas se hallaban encerrados dentro de círculos concéntricos de colores de muy diverso matiz.
«¿Qué demonios es esto?... El mapa está muy bien dibujado.
-Pues esto -afirmó con exaltación de artista-, es una representación gráfica del estado moral de nuestro país. La intensidad de los colores indica la intensidad de los vicios, y estos los he dividido en cinco grandes categorías: Inmoralidad matrimonial, adulterio, belenes; color rojo. Inmoralidad política y administrativa, ilegalidad, arbitrariedad, cohechos; color azul. Inmoralidad pecuniaria, usura, disipación; color amarillo. Inmoralidad física, embriaguez; verde. Inmoralidad religiosa, descreimiento; violeta... He recogido la mar de datos de tribunales, otros de la prensa... Ya ves que esta es una estadística nueva, cuyos elementos no se pueden buscar en los archivos; ello es cuestión de perspicacia, de conocimientos generales y de mucho mundo. Casi todas las apreciaciones son a ojo de buen cubero. En la Memoria desarrollo la idea, y justifico con razonamientos y con baterías de cifras lo que se expresa aquí en aros de varios colores. Echa una ojeada y te harás cargo, podrás ver de golpe la España moral, que, entre paréntesis, no es un país de cuákeros... Cuando esto se publique, y se publicará, ha de llamar mucho la atención que aparezca Madrid como el punto donde hay más moralidad en todos los órdenes. Y lo pruebo, lo pruebo, chico, como tres y dos son cinco. Pásmate; hasta en política lleva ventaja Madrid a las provincias, y las capitales de estas a las cabezas de partido. En la Memoria pruebo que los políticos de aquí, tan calumniados, son corderos en parangón de los caciques de pueblo, y que el ministro más concusionario es un ángel comparado con el secretario de Ayuntamiento de cualquiera de esas arcadias infernales que llamamos aldeas. El color rojo lo verás distribuido casi en partes iguales por toda la Península. Las provincias gallegas son las más favorecidas en todo, así como en inmoralidad física lleva la mejor parte Barcelona, donde apenas se conoce un borracho. El violeta más intenso lo verás en Madrid, eso sí; es donde hay menos beatos y donde menos se oye ese tin tin del reloj del fanatismo, que llaman golpes de pecho. He formado estadísticas de misas. Madrid da el promedio diario de una misa por cada trescientos veinte y cinco habitantes, mientras que León me da una misa por cada diez y seis. El tanto por ciento de mojigatos es en Madrid, cifra mínima, de dos y medio, mientras que en la Seo de Urgel salen cuarenta y siete carcas por cada cien personas.
Cuando a esto llegaba, se iba excitando tanto, que empezó a entorpecérsele la lengua, y a pronunciar mal ciertas sílabas. Echeme a reír, y sabiendo en lo que habían de parar aquellas misas, pensé cuánto le daría.
«Tú estás reblandecido -le dije-. Las cosas que a ti se te ocurren, ni al mismo Demonio se le ocurrirían... Otro día me explicarás mejor esa monserga. Y por de pronto...
Le miré como le miraba siempre que quería socorrerle. Él me comprendió al punto con aquella infalible perspicacia de mendigo, y enrollando con nerviosa presteza el cartel de nuestras miserias, se dejó decir:
«Es que... precisamente... Ahora viene lo principal, que es ponerlo en limpio, en vitela, con colores finos... Chico, tú vas a ser mi Mecenas. Te dedico la obra...
-No, no... hazme el favor de dedicársela a otro.
-Bueno, bueno, como quieras.
Hacía algún tiempo que yo había adoptado el sistema de negar y conceder alternativamente sus pedidos, es decir, que le daba una vez sí y otra no, y en los casos afirmativos, siempre le daba la mitad. Aquella vez no tocaba; pero, ya porque el mapa me hiciera gracia, ya porque me inspiró su destornillado autor más lástima que nunca, me di a partido y le puse en la mano un billete de dos mil reales. ¡Cómo se le alegraron los ojos y qué excitado y chispo se puso! Dándole a entender que me alegraría mucho de quedarme solo, y mostrándome poco deseoso de conocer hasta en sus menores detalles la gran obra de estadística moral, conseguí alejarle. Ocho días estuvo sin parecer por casa.
Una tarde me hallaba enteramente solo, entretenido en extraer las cartas-compromisos que debía pasar a las personas con quienes había hecho operaciones de 4 por 100 Perpetuo a voluntad, cuando sentí abrir quedamente la puerta de mi gabinete. Miré y vi asomar por el borde de la cortina el rostro de Camila. Diome un vuelco el corazón. Dejé la escritura, alegreme mucho... Mas por no sé qué ruidos que oí, pareciome que no venía sola.
«Buenos días, tísico -me dijo sin entrar y retirándose otra vez.
-¿Ha venido alguien contigo? ¿Ha entrado alguien? -le pregunté.
Y desde la sala gritó: «No, estoy sola».
Pero sentí algo que me inquietaba. Camila reapareció levantando la cortina, y entró al fin en mi gabinete. Mostraba cierta emoción.
«¿Pero qué escondites son esos? Tú no has venido sola.
-Es que -me dijo después de vacilar un rato-, tienes ahí una visita.
-Pues que pase -repliqué levantándome.
-Dice que no se atreve... Tiene vergüenza...
Me asomé a la puerta. Era Eloísa la que allí estaba. En el mismo instante en que la vi, Camila echó a correr y se subió a su casa.
Entró la otra al fin en mi gabinete, tan cohibida, tan turbada, que yo también me turbé. Durante un rato, no muy corto, estuvo delante de mí sin saber qué cara ponerme ni qué palabras dirigirme. La sonrisa y el llanto luchaban por prevalecer en la expresión de su cara. Por último, lloró sonriendo y me echó los brazos al cuello.
«Haces mal en estar enfadado conmigo -me dijo hociqueándome-. Yo siempre te quiero. No me he olvidado de ti ni un solo día.
Diéronme ganas, primero, de echarla de mi casa. Pero aquel catonismo se me representó luego como una crueldad injusta, pues yo, si no era peor que ella, tampoco era mejor. Fui indulgente, acordeme de aquello de la primera piedra, hícela sentar a mi lado, y hablamos. Noté que estaba vestida con extrema elegancia, de luto, y que se verificaba en ella, entonces como siempre, el fenómeno de conservar su tipo de señora española, a pesar de la asimilación de la moda parisiense. Eloísa adaptaba la moda a su manera de ser; era siempre la misma, y sabía imprimirse el sello de la distinción decente. Así había sido antes y así se había mantenido después, aun en épocas de gran desvarío; quiero decir, que nunca ha dejado de parecer dama la que nunca lo fue ni por las costumbres, ni por la superioridad de inteligencia, ni por esa elegancia espiritual que tan diferente es de las que trazan las tijeras de las modistas.
Quise mortificarla diciéndola lo contrario de lo que estaba pensando acerca de su cariz de señora española:
«Estás hecha una francesa.
Esto le supo muy mal. Levantose, mirose al espejo, y dando vueltas sobre sí misma para verse de espaldas, me dijo:
«¿Es verdad eso? Mira, lo sentiría mucho. Creo que te equivocas. No, no parezco una francesa. No me lo digas otra vez.
Sentándose de nuevo, prosiguió así:
«Ya estaba de París hasta la corona... He ido también a Lieja, a Spa, a Aix-la-Chapelle, y después a Colonia a ver la catedral, que es muy grande, pero muy grande. Si te he de decir toda la verdad, no me he divertido nada.
Inclinándose zalamera, apoyó su hombro sobre el mío; dejose ir hasta que su cabeza vino a apoyarse en la mía. Estos signos de reblandecimiento amoroso me desagradaron. En mí no despertaba ilusión, como no fuera ilusión momentánea, de las que sólo afectan a la superficie de nuestro ser. No quise alentar aquellos pujitos de cariño y permanecí como un leño. Irguiose ella de súbito, despechada, y pasándose el pañuelo por los ojos, me dijo:
«Sé que vas a subir al púlpito, a echarme los tiempos, a ponerme de vuelta y media... Suprime los sermones. Todo lo que tú pudieras decirme, lo sé; yo misma me lo he dicho, con palabras tuyas, sí, con palabras que me has enseñado a usar y que me parecía estar oyéndote... Sé que soy una mala mujer; pero qué quieres... el mundo, locuras, ambiciones, las cosas que se van enredando, enredando... Que hay muchas necesidades y poco dinero... Fue un remolino que me arrastró, fue lo que llaman los marinos un ciclón; di muchas vueltas, sin poder luchar con él. Con que ya estás enterado, y lo mejor es que te tragues la píldora y seamos amigos.
El efecto que me causaba era el de una infeliz hermosa, muy hermosa, sí, pero muy traída y llevada. Repugnábame unas veces; otras me bullían deseos de no ser tan insensible a sus carantoñas.
«¡Ah! -exclamé de pronto-, no me has dicho nada de lo único tuyo que me interesa. ¿Y tu hijo?
-Guapísimo; rabiando por verte, y preguntándome por ti. Mañana te lo mandaré para que le tengas aquí todo el día. Has dicho «lo único tuyo que me interesa...». ¡Qué ingrato eres! Pues yo... siempre acordándome de ti, siempre diciendo: «¿qué estará haciendo ahora?»... Ni qué tiene que ver el corazón con... lo demás.
-Estoy admirado de tus ideas. ¡Vaya, que tienes una manera de ver las cosas...! Lo que digo, estás hecha una parisiense... A mí no me vengas con historias...
-Y a mí no me llames tú parisiense; ya sé lo que quieres significar con esos motes. Esperaba de ti consideración por lo menos.
-La tendrás, aunque no sea sino por memoria de lo mucho que te he querido...
-¡Ah!... ¡tiempo pasado! -murmuró, retirando el cuerpo para mirarme en actitud un poquito teatral.
-¡Y tan pasado...!
-Mira, canalla -gritó con repentino calor, tirándome del pelo-, no me digas que no me quieres ya, porque te corto la cabeza.
-Estás tú a propósito para que yo te quiera -respondí, esforzándome en mostrarle menos desdén del que sentía-. Ciertas locuras no se hacen más que una vez en la vida.

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