Lo prohibido: 19

I

Sin desconocer los encantos de la capital veraniega de las Españas, no me inspiraba simpatías aquel pueblo, que me parecía Madrid trasplantado al Norte. En él, los madrileños no buscan descanso, aire, rusticación, sino el mismo ajetreo de su bulliciosa metrópoli, y los mismos goces urbanos, remojados y refrescados por el agua y brisa cantábricas. Me fastidiaba ver por todas partes las mismas caras de Madrid, la propia vida de paseo y café, los mismos grupos de políticos, hablando del tema de siempre. El paseo de la Zurriola, en que dábamos vueltas de noria, me aburría y me mareaba. Si no hubiera sido porque esperaba a Camila, habría echado a correr de aquella tierra. Y como Camila tardaría aún quince días o más en ir, dime a buscar un entretenimiento para ir conllevando las lentitudes del plantón.
¿A que no aciertan lo que se me ocurrió para pasar el rato? Pues emprender un trabajo que a la vez me entretuviera y aleccionara. Sí, de aquel anhelo de distracción nacieron estas Memorias, que empezadas como pasatiempo, pararon pronto en verdadera lección que me daba a mí mismo. Quise, pues, consignar por escrito todo lo que me había sucedido desde que me establecí en Madrid en Setiembre del 80, y pensarlo y dar principio a la tarea, fue todo uno. Proponíame hacer un esfuerzo de sinceridad y contar todo como realmente era, sin esconder ni disimular lo desfavorable, ni omitir nada, pues así podía ser mi confesión, no sólo provechosa para mí, sino también para los demás, de modo que los reflejos de mi conciencia, a mí me iluminaran, y algo de claridad echasen también sobre los que se vieran en situación semejante a la mía. Empecé con bríos, tuve especial empeño en describir las falsas apreciaciones que hice de Eloísa, alucinado por la criminal pasión que me inspiró; di a conocer el pueril entusiasmo, el desatino con que me representaba todas las cosas, viéndolas distintas de como efectivamente eran; y poco a poco las fui trayendo a su ser natural, descubriendo su formación íntima conforme los hechos las iban descarnando. Nada se me escapó; describí mi enfermedad, las gracias del niño de Eloísa, la caída de esta, la casa, los jueves famosos y aborrecidos. Ya entraba a ocuparme de la muerte del bendito Carrillo, cuando llegaron Camila y su marido. Di carpetazo a mis cuartillas, dejando la continuación del trabajo para otros días. Con la llegada de mis amigos, tenía yo distracción de sobra, y materia abundantísima para sentir y pensar más de lo que quisiera.
No he visto persona más dispuesta que Camila a gozar de los encantos lícitos de la vida y a apurarlos hasta el fondo. Su marido le hacía pareja en esto. Ambos tortoleaban en mis barbas, haciéndome rabiar interiormente y exclamar desesperado: «Pero Señor, ¿será posible que yo me muera sin conocer y saborear esta alegría inocente, esta puericia de la edad madura, estos respingos candorosos del amor legitimado y estas zapatetas de la conciencia tranquila, que salta y brinca como los niños?».
Todos los días inventaba yo alguna cosa para que ellos se divirtieran, para divertirme yo si podía y para alcanzar mi objeto. Unas veces era expedición a Pasajes; otras caminata por el campo, excursión en coche a Loyola, pesca en bote, etc... Por todas partes y en todos los terrenos buscaba yo el idilio, y se me figuraba que lo había de encontrar si no estuviera pegado siempre a nosotros aquel odioso monigote de Constantino. Pero su bendita mujer no se divertía sin él, y él era, sin duda, quien daba la nota delirante de la alegría en nuestros paseos. Cuando salíamos al campo, Camila se embriagaba de aire puro y de luz, corría por las praderas como una loca, se tendía en el césped, saltaba zanjas, apaleaba los bardales, hacía pinitos para coger madreselvas, hablaba con todos los labriegos que encontraba, quería que yo me subiera a un árbol a ver si había nidos de pájaros, perseguía mariposas, aplastaba babosas, reunía caracoles para apedrearnos con ellos y se ponía guirnaldas de flores silvestres. He dicho que se embriagaba y es poco. Era más; se emborrachaba, perdía completamente el tino con la irradiación de su dicha. Si la única felicidad verdadera consiste en contemplar felices a los que amamos, yo no debía cambiarme por ningún mortal; pero la felicidad no es tal cosa, y el filósofo que lo dijo debió de ser un majadero de esos que fabrican frases para vendérnoslas por verdades.
Nunca había visto a mi borriquita dar tanto y tanto brinco. En su frenesí llegó a decir, tirándose al suelo: «me dan ganas de comer hierba». Por su parte Constantino hacía los mismos disparates, acomodándolos a su natural rudo y atlético. Daba vueltas de carnero y saltos mortales, hacía flexiones y planchas en la rama de un roble, andaba con las palmas de las manos, cantaba a gritos, relinchaba. Ambos concluían por abrazarse en medio del campo, y jurarse amor eterno ante el altar azul del cielo.
Cuando iba con nosotros Augusto Miquis, este y yo filosofábamos mientras los otros se hacían caricias, o nos reíamos de ellos; pero yo rabiaba.
Nuestros recreos marítimos no eran menos deliciosos para aquella pareja de enamorados, que más parecían niños que personas mayores. Nos embarcábamos en segura y cómoda lancha, y emprendíamos nuestra pesca. La primera paletada de remos era una declaración de guerra sin cuartel a toda alimaña habitante en la mar salada. Un marinerillo nos ponía la carnada en los anzuelos para no ensuciarnos las manos. ¡Qué ansiedades las de los primeros momentos, cuando los aparejos entraban en el agua! ¿Habría o no habría pesca en aquel sitio? ¿Sería mejor ir más allá, donde no hubiera tantas algas? Por fin nos fijábamos, y aquí de las emociones. ¿Quién sería el primero que sacaría algo? En nada como en esto se manifiesta el humano egoísmo. Ninguno quiere ser el segundo. Yo, sin embargo, deseaba que fuese Camila la preferida del destino, para gozar viendo su triunfo y los extremos que hacía.
«Cómo pican, cómo pican...». Pero muchas veces picaban y se iban, llevándose el cebo. Es que en las profundidades hay mucha pillería, y van aprendiendo, sí. Camila se impacientaba, estaba nerviosa; cuando sentía picar tiraba con tanta fuerza, que el pez se largaba dejándola chasqueada. Entonces, a la pescadora se le iba la lengua y se le ponía la cara encendida, los ojos echando lumbre. Pero si al fin, al tirar de la cuerda, sentía peso y estremecimiento, ¡María Santísima, qué alboroto, qué gritos! Su imaginación le abultaba la pesca. «Es grandísimo... ¡cómo pesa...! Es una merluza lo que traigo. Mirad, mirad». Por fin brillaba el agua con fulgores de plata, y salía un triste pancho enganchado por la mandíbula. El botín de julias, porredanas, cabras, monjas y chaparrudos aumentaba, y los íbamos echando en un balde, donde su horrible agonía les hacía dar saltos repentinos. Poníase mi prima febril cuando pasaba mucho tiempo sin pescar nada; nos hacía variar de sitio, cambiaba de aparejo, lo metía y lo sacaba, sacudiéndolo. Insultaba a los peces invisibles que no querían picar, llamándolos tísicos, petroleros, carcundas, y no sé cuánto disparate más. Cuando sacábamos algún pancho muy pequeño, un tierno infante que había sido robado por el anzuelo al volver del colegio, Camila imploraba la clemencia de todos los expedicionarios, y reunidos en consejo, votábamos unánimemente que se le diera libertad. Ella misma le sacaba el anzuelo, procurando no lastimarle, y devolvía el pez al agua, riéndose mucho de la prontitud y del meneo con que el muy pillo se iba a lo profundo. «Este ya va enseñado -decía-. No se dejará coger otra vez».
¡Qué horas tan dulces para todos, porque yo también me divertía, y además el contento de aquellos seres se me comunicaba, reflejándose en mi alma! Pero por más vueltas que daba, la tostada del idilio no parecía para mí. Apenas pude deslizar en el oído de Camila alguna palabra, frase o símil de la pesca aplicado a mi situación y a mis pretensiones. Ella se hacía la desentendida y aprovechaba las ocasiones para hacerme cualquier perrería, como salpicarme de agua, pasarme por la cara la barriga viscosa o el cerro punzante de algún pez.
Mi fantasía enferma, mi contrariada pasión buscaban refugio en la idealidad. Lo que los hechos reales me negaban, asimilábamelo yo con el pensamiento. En otra forma, yo era también chiquillo como ellos. Di en pensar que la mar traidora nos podía jugar repentinamente una mala pasada. La embarcación se anegaba, se hundía. ¡Naufragio! En este caso yo, que sabía nadar muy bien, salvaba a mi heroína, disputándola a las olas y a la horrorosa muerte... Vamos, que el triunfito no era malo. ¡Y qué placer tan grande! Dominado por esta idea, una tarde que se levantó un poco de Noroeste y que volvíamos a la vela, dando unos tumbos muy regulares, le dije, señalando las imponentes masas de agua verdosa: «Oye, borriquita, si se nos volcara la lancha y te cayeras al agua... ¿no te aterra pensar que te ahogarías?
-¿Yo? No tengo miedo -me respondió serena, contemplando las olas-. Al contrario, me gustaría que se levantara ahora una tempestad de padre y muy señor mío. Quiero ver eso...
-¿Y si te cayeras al agua?
-No me ahogaría.
-Claro que no, porque te sacaría yo, con riesgo de mi propia vida.
-¡Qué me habías de sacar, hombre! Me sacaría Constantino, ¿No es verdad, asno de mi corazón, que me salvarías tú?
-Si este apenas sabe nadar...
-¡Que me sacaría digo, que me sacaría, vaya! -gritaba con fe ciega.

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