Lo prohibido: 17

I

Parecerá quizás muy extraño que en una ocasión como aquella, mi primer pensamiento, al verme en la calle, fuera esperar a Camila para hacerme el encontradizo con ella e invitarla a dar un paseíto. La ingenuidad guía mi pluma y nada he de decir contrario a ella, aunque me favorezca poco. Mientras entretenía el tiempo en la calle, alargándome hasta la plazuela de Antón Martín, o dando la vuelta a la primera manzana de la calle de la Magdalena, reflexioné sobre lo que acababa de pasarme. La verdad, yo no podía estar orgulloso de mi conducta, pues si bien el rompimiento y el acto aquel de perdonar el dinero me honraban a primera vista (aun quitando de ellos lo que tenían de teatral), en rigor yo era tan vituperable como Eloísa. Así lo reconocí, aunque sin propósito de enmienda. Mi razón echaba luz, eso sí, sobre los errores de mi vida; mas no daba fuerza a mi voluntad para ponerles remedio. «¡Está bueno -me decía yo-, que le exija virtudes que estoy muy lejos de tener...! Pero los hombres somos así: creemos que todo nos lo merecemos, y que las mujeres han de ser heroínas para nosotros, mientras nosotros hacemos siempre lo que nos da la gana. Aquí lo natural y lógico sería que yo siguiera queriéndola como la quise, y que combinando hábilmente la disciplina del amor con la de la autoridad, la apartara poquito a poco de su camino para llevarla al mío. Esto es lo humanitario, lo digno, lo decente. Además, creo que no sería muy difícil. Pero no, yo me planto y digo: has de cambiar de vida de la noche a la mañana, porque yo lo mando, porque así debe ser, porque no quiero gastar dinero; y yo en tanto, hija mía, si te he visto no me acuerdo, y aunque sigo haciendo contigo la comedia de la consecuencia, en el fondo de mi alma te desprecio.
¡Y aquella tunanta de Camila no parecía!... Ya me sabía de memoria todos los escaparates de la zona por donde andaba; ya había visto cien veces las abigarradas muestras del molino de chocolate, los pañuelos y piezas de tela de la tienda de ropas, los carteles de Variedades, los puestos de verdura y pescado de la calle de Santa Isabel. Oí en el reloj de San Juan de Dios las doce, las doce y media, la una... Yo no había almorzado y empezaba a tener apetito. No podía entretener el tedio de aquel plantón sino echando sondas a mi espíritu. ¡Ay, qué cosas hallé en tales profundidades! Navegando por entre el gentío de la calle, hallábame tan solo como en alta mar, y oía el murmullo sordo que me agitaba con el inextinguible mugido del viento y las olas. Siento desengañar a los que quisieran ver en mí algo que me diferencie de la multitud. Aunque me duela el confesarlo, no soy más que uno de tantos, un cualquiera. Quizás los que no conocen bien el proceso individual de las acciones humanas, y lo juzgan por lo que han leído en la historia o en las novelas de antiguo cuño, crean que yo soy lo que en lenguaje retórico se llama un héroe, y que en calidad de tal estoy llamado a hacer cosas inauditas y a tomar grandes resoluciones. ¡Como si el tomar resoluciones fuera lo mismo que tomar pastillas para la tos! No, yo no soy héroe; yo, producto de mi edad y de mi raza, y hallándome en fatal armonía con el medio en que vivo, tengo en mí los componentes que corresponden al origen y al espacio. En mí se hallarán los caracteres de la familia a que pertenezco y el aire que respiro. De mi madre saqué un cierto espíritu de rectitud, ideas de orden; de mi padre fragilidad, propensión a lo que mi tío Serafín llama entusiasmos faldamentarios. Lo demás me lo hicieron, primero mi residencia en Inglaterra, luego mi largo aprendizaje comercial, y por fin mi navegación por este mar de Madrid, aguas turbias y traicioneras que a ningunas otras se parecen. Carezco de base religiosa en mis sentimientos; filosofía Dios la dé; por donde saco en consecuencia que mi ser moral se funda más en la arena de las circunstancias que en la roca de un sentir puro, superior y anterior a toda contingencia. No domino yo las situaciones en que me ponen los sucesos y mi debilidad, no. Ellas me dominan a mí. Por esto, tal vez, muchos que buscan lo extraordinario y dramático no hallen interesantes estas memorias mías. ¡Pero cómo ha de ser! La antigua literatura novelesca, y sobre todo la literatura dramática, han dado vida a un tipo especial de hombres y mujeres, los llamados héroes y las llamadas heroínas, que justifican su gallarda existencia realizando actos morales de grandísimo poder y eficacia, inspirados en una lógica de encargo, la lógica del mecanismo teatral en la Comedia, la lógica del mecanismo narrativo en la Novela. Nada de esto reza conmigo. Yo no soy personaje esencialmente activo, como, al decir de los retóricos, han de ser todos los que se encarnan en las figuras de arte; yo soy pasivo; las olas de la vida no se estrellan en mí, sacudiéndome sin arrancarme de mi base; yo no soy peña, yo floto, soy madera de naufragio que sobrenada en el mar de los acontecimientos. Las pasiones pueden más que yo. ¡Dios sabe que bien quisiera yo poder más que ellas y meterlas en un puño!

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