Lo prohibido: 13

I

Considerando que era una tontería vivir en casa alquilada, teniéndola propia, arreglé el principal de mi finca y me mudé a él. No me disgustaba alejarme del domicilio de mi señor tío, porque la familia empezaba a serme gravosa en una u otra forma. Aunque Raimundo volvió a dormir en casa de sus padres, en realidad no me despedí de él, porque por mañana y noche le tenía a mi lado. Era una adherencia sistemática, lealtad canina que a veces me causaba molestias. Cuando la manía del reblandecimiento no le permitía pronunciar la tr se ponía el tal primo fastidioso, y era más pegadizo que en tiempos normales. Si estaba yo lavándome, él allí, describiendo con lúgubre tono los síntomas de su mal. Si almorzaba, él en frente, bien participando del almuerzo, bien amenizándolo con un comentario de las palpitaciones cardíacas o de las sensaciones reflejas, todo ello en forma y estilo de dies irae y con una cara patibularia que daba compasión. Si estaba yo en mi gabinete escribiendo cartas, él allí, arrojado sobre el sofá, como un perro vigilante y amigo, callado hasta que yo le decía algo. Si le encargaba algún pequeño trabajo, como copiarme una minuta, sumarme varias partidas, cortarme cupones y sacar nota de ellos, lo hacía venciendo su indolencia, dando a entender que el gusto de complacerme podía más que su enfermedad. Estas crisis de languidez solían parar en raptos espasmódicos. No sólo pronunciaba entonces con facilidad y rapidez el condenado ejercicio que le servía de gimnasia vocal, sino que su lenguaje todo era febril y de carretilla, cortado de trecho en trecho por pausas, en las cuales se quedaba el oyente más atento, esperando lo que había de venir después. Tales son las pausas que hace el ruido del viento en una mala noche. Durante ellas la expectación del ruido nos molesta más que el ruido mismo.
En semejante estado, la calenturienta habladuría de mi primo se refería siempre a cuestiones de dinero. Sin duda, este se había condensado en el cerebro del pobre Raimundo, constituyendo su idea fija, que al mismo tiempo le espoleaba y atormentaba. Sus temas eran estos: ¡si en Madrid se gasta más dinero del que existe; si la sociedad matritense está en perpetuo déficit, en perpetua bancarrota; si no se verifica una transacción grande o pequeña, desde el gran negocio de la Bolsa a la insignificante compra en una tiendecilla, sin que en dicha transacción haya alguien que sea chasqueado...! Le ocurrían cosas bastante originales en la forma, otras muy extravagantes, pero que escondían algo de verdad. «Sostengo -decía-, que no existen, contantes y sonantes, más que veinte mil reales. Cuando uno los tiene los demás están a cero. Pasan de mano en mano haciendo felices sucesivamente a este al otro, al de más allá. Lo que llaman un buen año, es aquel en que los tales mil duros corren, corren, enriqueciendo momentáneamente a una larguísima serie de personas. Cuando se habla de paralización, de crisis metálica; cuando los tenderos se quejan y los industriales chillan y los bolsistas murmuran y los banqueros trinan, es que los milagrosos mil duros corren poco, estando mucho tiempo en una sola caja. La sociedad entonces se pone de mal humor. Lo bonito es verles andar de una parte a otra, despertando el contento general. Creeríase que es el gracioso juego del corre, corre, vivito te lo doy. Viendo pasar por sus dedos el talismán, se creen dichosos, y lo son por un momento, el empleado, el tendero, el almacenista, el banquero, el agente de Bolsa, el prestamista, el propietario, el contratista, el habilitado, el casero. La piedra filosofal, por correrlo todo, hállase también en las manos del jugador; pasa rozando por los dedos de la entretenida; sube a las grandes casas de negocios; baja a las arcas apolilladas del usurero; taladra las cajas del regimiento; se mete en la Delegación de contribuciones; sale bramando para ir al Tesoro; la arrebata de cien manos una; va a ser el encanto de la noche de festín; vuelve al comercio menudo, donde parece que se subdivide para juntarse al momento; la agarra otra vez la usura; la coge el propietario hipotecando una finca; vuelve a la Bolsa; la gana un afortunado bajista; la pierde por la noche a la ruleta un sietemesino; va a parar luego a un contratista; le echa el guante uno que suministra postes de telégrafos o cajas para tabacos; va de sopetón a servir de fianza en la Caja de Depósitos; la envían rápidamente de aquí para allí como una pelota de las distintas oficinas del Estado; corre, gira, pasa, rueda, y en este movimiento infinito va haciendo ricos a los que la poseen. ¡Venturosos los que, siquiera por un momento, se jactan de echarle el guante!... Ahora bien, queridísimo primo, pues los hechos han querido que en el actual minuto histórico la consabida pelota esté en tus manos, haz el favor de compartir conmigo tu felicidad prestándome dos mil reales.
Así concluían siempre sus humoradas económicas. Mientras viví en Recoletos, estos sablazos de familia se repetían mensualmente, y la verdad, yo los llevaba con paciencia y sin contrariedad grave. Mi buen primo no tenía más que su mezquino sueldo y alguna cosilla que su padre le daba. Yo era rico, y poco perdía, relativamente a mi fortuna, con los ataques de aquella divertida mendicidad. La compasión, el parentesco, la admiración del ingenio de Raimundo obraban en mí para determinar mi liberalidad. Gozaba en su júbilo al tomar el dinero, y me parecía que echaba combustible a su temperamento para encenderlo y verle despedir las chispas de gracia con que me divertía tanto. ¡Pobre Raimundo! si a él le denigraban sus sablazos, en mí eran medio indirecto de gratificar al bufón de mi opulencia, de pagarle la tertulia que me hacía y las adulaciones con que halagaba mi vanidad.
Pero las cosas cambiaron. Cuando me fui a vivir a mi casa de la calle de Zurbano, llevé conmigo por razones que se comprenderán fácilmente, la idea de mirar mucho el dinero que salía de mi caja. Ya los golpes duros de aquel compañero de mis horas tristes empezaban a dolerme. Aquella fue la primera vez que Raimundo, al pedirme limosna, no vio la indulgencia y la generosidad pintadas en mi semblante.
«Toma mil reales -le dije arrojándoselos desde lejos-, lárgate a la calle con viento fresco, y tarda todo el tiempo que puedas en gastarlos.
Generalmente, la recepción de las sumas que me pedía obraba con maravilloso poder terapéutico sobre la raquis de aquel hombre infeliz, porque su languidez cesaba al instante, su palabra era más expedita y clara, resplandecían sus ojos; en fin, era otro hombre. No tardaba en tomar calle, y por lo común, al día del sablazo sucedían mañanas y tardes que no parecía por mi casa. Estos eclipses me gustaban, aunque no eran baratos. Poco a poco se iba gastando la virtud medicatriz de mi bálsamo, y el hombre volvía a desmayar y a decaer como planta de tiesto, a la que se le va secando la tierra; la lengua se le entorpecía, el temblor nervioso le hacía parecer tocado de idiotismo, hasta que su crisis tenía nuevamente alivio y término en otra sangría a mi bolsillo. Contra lo que manda la ciencia, el enfermo era la sanguijuela y el médico se la ponía.
Francamente, en aquellos días empezaron mis hombros a sentirse cansados bajo el peso de mi familia. Una mañana estaba yo vistiéndome, cuando entró el portero muy afanado y me dijo que la señorita Camila se estaba mudando al cuarto tercero de la derecha, el único que no se había alquilado todavía. Ni mi prima me había dicho una palabra acerca de tomar el cuarto, ni había cumplido con el portero, que me representaba para aquel caso, ninguna de las formalidades que la ley y la costumbre establecen para ocupar una casa ajena. «No me he atrevido a decirle nada -manifestó el portero, sofocadísimo-. Arriba está colocando los muebles con una bulla de cien mil demonios, y en el portal han parado dos carros de mudanza. Yo hice presente a la señorita que el señor no había dicho nada, ni se ha hecho contrato, y me respondió que me fuera enhoramala, que ella se entendería con el señor y... que yo no soy nadie. Con que vengo a ver...
No quise tomar una determinación ruidosa, y dejé que mi prima ocupase el cuarto, resuelto a cantar muy claro al feo de Miquis las obligaciones que contraía por el hecho de ocupar mi propiedad. Más tarde se personó en mi presencia la propia Camila, y me dijo: -Perdona, primito, comparito, que hayamos tomado tu casa por asalto. La vi ayer tarde, y me gustó tanto que no he querido que pasase el día de hoy sin estar en ella. No creas, te pagaremos religiosamente, te daremos dos meses en fianza. ¿No bajas nada de los siete mil? En fin, por ser compadre, te daremos seis mil quinientos, y no resuelles, porque será peor. Te pagaremos cuando tengamos dinero, que ojalá sea pronto... Y calla, hombre calla; ya sé lo que me vas a decir. Tienes razón, esto es un abuso; pero por algo somos compadres. Nosotros los Buenos de Guzmán tenemos así este genio pronto. Me voy, que tengo que dar una mamada a mi cachorro. ¡Ah! nuestra casa está a tu disposición. Puedes subir cuando quieras y nos acompañaremos mutuamente. Estás muy solito, y te aburrirás en este caserón. Nosotros no salimos, no vamos a ninguna parte. Estoy consagrada a darte un ahijado gordo y rollizo. Sube y lo verás.
Subí aquella tarde. Camila, sin reparo alguno, sacó el pecho en mi presencia y se puso a dar de mamar al inocente. Mi ahijado no era bonito, ni robusto, ni sano. Cuando no tenía el pezón en la boca, estaba consagrado exclusivamente a la ejecución de un interminable solo de clarinete que atronaba la casa. En esta no se podía dar un paso. Ningún mueble estaba aún en su sitio, y el gañán de Constantino no hacía más que clavar clavos por todas partes, rasgándome el papel, descascarándome el estuco, y dando tanto porrazo que parecía haberse propuesto destrozarme todos los tabiques.
«La casa me gusta -díjome Camila obligándome a sentarme en una silla a su lado, después que me acercó a los labios la carátula roja de su feo muñeco para que le besase-; me gusta mucho; pero tiene grandes defectos, sí, defectos que me harás el favor de corregir inmediatamente.
-Con que inmediatamente... ¡qué ejecutivo está el tiempo!
-Chitito callando, y obedecer. Mira que tengo malas pulgas... Pues sí, es preciso que mandes acá tus albañiles mañana mismo. Necesito que me abras una puerta de comunicación en este tabique que está a mi espalda. No sé en qué estaba pensando el arquitecto cuando trazó la casa. No se les ocurre a esos tipos que todas las habitaciones de una crujía deben estar comunicadas. Necesito además que des luz al cuarto de la muchacha, bien por el patio, bien por la cocina, poniendo una vidriera alta, ¿entiendes? Fíjate bien; parece que no haces caso de lo que se te dice... Otra cosa: es preciso que me pongas una cañería desde el grifo de la cocina al cuarto de baño, para llenar cómodamente la tina. Y de paso me abrirán otra puerta de comunicación entre dicho cuartito del baño y el comedor. Harás que me pongan campanillas en todas las piezas, pues sólo dos las tienen, y en la sala quiero chimenea. Voy a hacer de la sala gabinete y aunque yo no tengo frío, las visitas... ya ves. Voy a dar tes danzantes.
-Di de una vez que mande construir de nuevo la finca -repuse tomando a broma sus reformas.
-No te hagas el tontito. ¡Ah! desde que eres casero te has vuelto tacaño, antipático... Ya no eres el caballero de antes; ya no piensas más que en sacarle el jugo al pobre... Pues mira, tú te lo pierdes. Si no haces las obras que te he dicho, nos mudaremos y se te quedará el cuarto vacío. Con que a ver qué te conviene más.
Iba a contestarle que prefería el vacío a un inquilinato tan exigente y que tenía todas las trazas de ser improductivo; pero en aquel instante mi ahijado, dejando el pecho de su madre, me miró ¡pobrecillo! con una singular expresión de súplica. Parecía que impetraba mi indulgencia en pro de sus estrafalarios y míseros papás. Aquel infeliz niño tan gordinflón que parecía hinchado, me inspiraba mucha lástima. Con su debilidad, con su inocencia y con aquel modo de mirar, atento y pasmado, ganaba mi voluntad, reconciliándome con mis inquilinos. En Camila me interesaba la solicitud con que se desvivía por el cuidado y la crianza de su hijo, sin hacer caso de nada que no fuera este fin alto y noble, alejada de la sociedad y de las diversiones. Por esta exaltación del sentimiento materno, que en ella surgía con los caracteres de una virtud sólida, le perdonaba yo sus desfachateces y tonterías, la falta de recato y formalidad que siempre era lo más distintivo y visible de su extraño carácter. Pero me quedaba la duda de que el sentimiento materno fuera también caprichoso como todas las vehemencias maniáticas que sucesivamente privaban en su espíritu. El tiempo me diría si aquello, que parecía mérito muy grande, resultaría después, como sus acciones todas, un entusiasmo efímero. Por fin, después de reírme mucho, contesté con un «veremos» a las peticiones de reforma en la casa.
¡Cuál no sería mi sorpresa dos días después, cuando Constantino, entrando inopinadamente en mi despacho, me puso en la mano el importe de un mes adelantado y dos meses de fianza! «Dispense usted, señor casero -me dijo-, la demora. Esperaba yo que mi mamá me mandase los cuartos. En la Mancha ha habido malas cosechas, y por esta razón... De aquí en adelante cumpliremos mejor. Me dijo ayer Camila que usted creía que no le íbamos a pagar, y que nos habíamos metido en su casa para habitarla de balde... ¿Apostamos a que se lo pensó así?
-No, hombre, no creí tal. Ideas de esa loca. No hagas caso... Sois las personas más formales que conozco. A entrambos os aprecio mucho. Seré con vosotros un casero indulgente. Seréis para mí los inquilinos más considerados y los vecinos más queridos. Y cuando me encuentre aburrido en esta soledad, subiré a haceros compañía, a buscar un poco de calor en el fuego de vuestra felicidad.
Él me instó a que subiera todas las noches para darnos mutuamente tertulia. Camila no iba a ninguna parte; la obligación de la teta y el cuidado del crío, que no parecía estar bueno, la retenían constantemente en casa. Él tampoco salía ya de noche, porque Camila, a fuerza de predicarle y de reñirle, unas veces tratándole por buenas, otras por malas, había conseguido quitarle la mala costumbre de ir al café. «Como somos pobres -añadió-, tenemos pocas visitas. Mi hermano y su mujer suelen ir algunas noches. Suba usted y jugaremos al tute, a la brisca, al burro y a las siete y media, que son los únicos juegos que Camila consiente. Ella, si usted sube, tocará el piano y cantará alguna cosa bonita de las muchas que sabe». Di las gracias a aquel honrado cafre, que me pareció haberse domesticado algo desde el tiempo en que nos conocimos, e hice propósito de no despreciar su invitación.

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