Lo prohibido: 11

I

Una vez por semana, Eloísa daba gran comida, a la que asistían diez y ocho o veinte personas, pocas señoras, generalmente dos o tres nada más, a veces ninguna. No gustaba mi prima de que a sus gracias hicieran sombra las gracias de otra mujer, inocente aprensión de la hermosura, pues la competencia que temía era muy difícil. La etiqueta que en los llamados jueves de Eloísa reinaba, era un eclecticismo, una transacción entre el ceremonioso trato importado y esta franqueza nacional que tanto nos envanece no sé si con fundamento. Eran más distinguidas las maneras que las palabras. El ingenio resplandecía en los dichos; mas a veces, con ser copioso y chispeante, no bastaba a encubrir la grosería de la intención. Allí se podían observar, con respecto a lenguaje, los esfuerzos de un idioma que, careciendo de propiedades para la conversación escogida, se atormenta por buscarlas, exprime y retuerce las delicadas fórmulas de la cortesía francesa, y no adelantando mucho por este lado, se refugia en los elementos castizos de la confianza castellana, limándoles, en lo posible, las asperezas que le dan carácter. Esta admirable lengua nuestra, órgano de una raza de poetas, oradores y pícaros, sólo por estos tres grupos o estamentos ha sido hablada con absoluta propiedad y elegancia. Las remesas de ideas que anualmente traemos en nuestro afán de igualarnos a las nacionalidades maduras, no han encontrado todavía fácil expresión en aquel instrumento armoniosísimo, pero que no tiene más que tres cuerdas.
Hice esta observación en casa de mi prima, oyendo hablar de tan distintas maneras, pues unos arrastraban y descoyuntaban las frases de estirpe francesa, impotentes para darles vida dentro de la sintaxis castellana, otros, despreocupados, lanzaban a boca llena las picantes frases castizas, que por arte incomprensible, nacen hoy en el populacho y se aristocratizan mañana. Ciertas bocas las pulen, las redondean, como hace el mar con los pedazos de roca; otras las endulzan o confitan, y ya parecen menos rudas sin haber perdido su gracia. De este lento trabajo se va formando en el arpa de nuestra lengua la cuarta cuerda o sea la de la conversación fina, que hoy suena un poco ronca, pero que sonará bien cuando el tiempo y el uso la templen.
Tengo tan presentes los detalles todos de aquellas reuniones, que bien podría describirlos minuciosamente si quisiera. Pero por no aburrir a mis lectores con lo que no les importa, seré breve, escogiendo, entre todo lo que revive en mi mente, lo más adecuado a la inteligencia de los casos que refiero. De las comidas, retengo todo con pasmosa frescura. Paréceme que respiro aquella atmósfera tibia, en la cual fluctuaban las miradas de la mujer querida y sus movimientos y el timbre de su voz seductora, fenómenos que hasta el otro día se prolongaban en mi espíritu como la sensación grata de un sueño feliz. Paréceme estar viendo las paredes y las personas y la alfombra y las luces en el rato aquel de impaciencia y expectación, en que es la hora y faltan aún cuatro o cinco convidados. Carrillo, mirando impaciente su reloj, deja escapar alguna frase con la cual al mismo tiempo recrimina suavemente a los que tardan y pide excusas a los que esperan. «Este general siempre se atrasa media hora...». «Sánchez Botín no puede tardar. Se separó de mí a las siete para subir un momento a casa de su suegra». Eloísa, sentada junto a la chimenea del primer salón, atisba fácilmente a los que van llegando, sin interrumpir su palique con el marqués de Fúcar o con la marquesa de San Salomó. Como la puerta que va del primer salón a la sala de juego está enfrente de la que comunica esta con la antesala, siempre que se oye el suave gemido de la mampara de cristales con visillos rojos, mi prima echa ligeramente hacia atrás el cuerpo contra el respaldo del sillón, vuelve la cabeza y ve quién entra.
Por fin, Carrillo transmite sus órdenes por el timbre eléctrico. Al poco rato aparece en la puerta del comedor, poniéndose con oficiosidad los guantes de hilo, el maestresala Mr. Petit, -aquel ingenioso francés que después de haber rodado durante el verano por las fondas de todos los establecimientos balnearios y de haber lucido su estampa en el mostrador de algún comedero de ferrocarril, se pasa el invierno sirviendo temporalmente en las grandes comidas de las casas ricas de Madrid, o que lo aparentan;- y pronunciando el sacramental madame est servie, comienza el desfile. Eloísa se agarra al brazo del marqués de Fúcar (por ejemplo) y rompe plaza...
Se me figura estar oyendo el bulle-bulle de las ochenta patas de sillas rascando ligeramente la alfombra gris perla, y ver a los criados ajustarse apresuradamente los guantes, mientras desfilamos y ocupamos nuestros asientos. Aquel primer envite de la comida, que se acerca como un monstruo que viene a apoderarse de nuestro organismo, aquel vaho de la sopa bisque, picante como un demonio, ¡qué felices anuncios traen de la sesión gastronómica! Presentes tengo los incidentes de la conversación que empieza grave, se anima, se fracciona, es a cada instante más viva, menos culta y aseñorada; aspiro la fragancia de los ramos y ramitos que adornan la mesa y nuestras solapas, olor de vegetal flácido que se aja por momentos entre el vapor de la comida y bajo aquella lluvia de luz que desciende de los mecheros de gas; oigo a mi espalda el chillar de las botas de los criados que nos sirven, y me mareo de aquel escamoteo de platos delante de mí, del rielar de copas, de lo que hablamos, de las bromas, ya cultas e inocentes, ya galanas en la forma y groserísimas en el fondo. Las caras aquellas, las diez y ocho o veinte cabezas ¿cómo se pueden olvidar? Figúrome que las veo todavía en su inquietud discreta, ojos que nos miran y se vuelven y llevan la idea de una persona a otra, el hilo de la conversación rompiéndose y anudándose a cada instante, las sonrisas disimulando las contracciones de la gula. Respecto a los dichos, yo no cesaba de recordar la rigidez de las comidas inglesas, en las cuales todo lo que se habla podría figurar en el Catecismo. En los festines que refiero, mi primo Raimundo hallaba medio de contar cuentos indecentes, con una delicadeza de forma y unas perífrasis que hacen de él un verdadero maestro en arte tan difícil.
En lo que sí se parecen estas comidas a las inglesas es en que las señoras hacen del pleonasmo del escote una pragmática indispensable. Eloísa, en sus jueves famosos, no se paraba en barras, quiero decir, en carne de más o de menos. Generalmente vestía con sencillez, siempre que por sencillez se entienda poca tela de medio cuerpo para arriba. La originalidad era su fuerte. Un jueves me sorprendió a mí y a todos con el traje más lindo, más caprichoso y temerario que se podría imaginar... Pero recuerdo ahora que no fue en su casa sino en un gran sarao del palacio de Gravelinas, donde se nos presentó vestida totalmente de encarnado, el cuerpo de terciopelo, la falda de raso, medias y zapatos también de color de sangre fresca, y para que nada faltara, mitones de púrpura. Sólo una belleza de primer orden, de esas que dominan todo lo que se ponen, habría podido salir triunfante de tal prueba, envolviéndose en ascuas de los pies a la cabeza. Fue general la admiración, y yo no fui el menos sorprendido, porque aquella misma mañana me había dicho que no pensaba estrenar más vestidos ni inventar rarezas. Dejando a un lado esta contradicción, diré que Eloísa deslumbraba: no se la podía mirar sin plegar ligeramente los ojos. Su hermosura, sometida a la prueba de aquella calcinación en crisol ardiente, triunfaba de las llamaradas del rojo, y aparecía sublimada y purificada. Su mirar era como un extracto sutil, alcohol dulcísimo que se subía a la cabeza y hacía en ella mil diabluras. No quiero decir nada del escote, a quien la coloración chillona del rojo daba más realce. En su ridículo entusiasmo, un revistero de salones me decía que aquella carne de Paros, aquel mármol vivo, no tenía semejante, y que Fidias y el Hacedor Supremo habrían disputado sobre cuál de los dos lo había hecho. Vamos, que reñían y se tiraban a la cabeza los trastos de crear... Yo, como dueño de aquella carnicería marmórea, no la veía con gusto tan publicada. Pero el maldito revistero no cesaba de hacer paradojas, que al día siguiente ponía en los periódicos: «Era un demonio celestial, el ángel del asesinato, serafín que había encargado a Worth un vestido hecho con brasas del Infierno... ¿Para qué? para divertir a los santos en el Carnaval del Cielo... Su cuello ostentaba una constelación...». A esto de la constelación démosle su nombre verdadero. Era una hermosa riviere de treinta y seis chatones que yo había regalado a Eloísa, y que me ocasionó (todo se ha de decir) una disminución de cinco mil duros en mi cuenta corriente del Banco de España.
Volvamos a mis jueves, quiero decir a los jueves de la otra. Todos los amigos de la casa admiraban a Eloísa, y aun diré que se pirraban por ella. La atmósfera caldeada de la galantería que todos, hombres y mujeres, respiran en tal género de vida, el constante incitativo del mucho y refinado comer y beber, el efecto de narcotización que en el espíritu van produciendo a la larga las mentiras de la cortesía, todas estas causas y aun la obsesión material de la seda y el oro y el arte suntuario, embotan el sentido moral del individuo y le inutilizan para apreciar clara y derechamente el valor de las acciones humanas. En tal ambiente, hasta los más sanos concluyen por acomodarse al principio de que las buenas formas redimen los malos actos. No había, pues, entre los amigos de la casa, uno solo que no codiciara lo que me pertenecía de hecho. No había uno tal vez que no soñara con el ideal delicioso de pegársela al amigo y suplantarle. Robar lo robado nunca se consideró delito. Eloísa y yo no teníamos derecho a quejarnos de este asalto general de intenciones que nos amenazaba sin tregua. La falsedad de mi terreno me tenía en ascuas. Inquieto y receloso, vigilaba con cien ojos, y tomaba acta de las más leves cosas, suponiéndolas indicios de que alguien ganaba un palmo de terreno que yo perdía.
Pero en realidad, no tenía motivos de queja. Mi prima, entre aquella turba de amigos entusiastas y apasionados, guardábame una fidelidad que habría sido virtud muy hermosa, si la tal fidelidad no viniera a ser una medalla, en cuyo reverso estaba la traición.
Eloísa les trataba con arte admirable, siempre dulce y cariñosa, empleando reservas delicadas que olían a virtud, imitándola, como los artículos de perfumería imitan la fragancia de las flores. Para todos tenía una palabra bonita; era jovial o seria, según los casos; compadecía al enamorado, paraba los pies al atrevido, mostrando constantemente cierta dignidad y señorío que me encantaban.

Este sitio web utiliza cookies, propias y de terceros con la finalidad de obtener información estadística en base a los datos de navegación. Si continúa navegando, se entiende que acepta su uso y en caso de no aceptar su instalación deberá visitar el apartado de información, donde le explicamos la forma de eliminarlas o rechazarlas.
Aceptar | Más información