Lo prohibido: 09

I

A la semana siguiente instalose mi prima en su nueva casa. Un día antes de mudarse, estuvo en la mía por la tarde, en ocasión que yo me encontraba solo. Hablamos atropellada y nerviosamente de las dificultades que nos cercaban; ella temía el escándalo, parecía muy cuidadosa de su reputación y aun dispuesta a sacrificar el amor que me tenía por el decoro de la familia. Manifestaba también escrúpulos religiosos y de conciencia, que yo acallé como pude con los argumentos socorridos que nunca faltan para casos tales. En ninguna de las conversaciones de aquellos días nombrábamos jamás a Carrillo. Únicamente hizo Eloísa alguna tímida referencia a la equivocación lamentable de su casamiento. Fue más que una ceguera de ella, terquedad de su mamá y tontería de su papá... No tenía ella, no, toda la culpa de su falta. ¡Pícaro mundo! ¿Por qué no vine yo antes a Madrid? Y ya que no vine antes cuando hubiera sido ocasión de casarnos, ¿por qué vine después cuando ya el conocerme la había de hacer tan desgraciada? En resumidas cuentas, yo tenía toda la culpa... Pero ya, ¿qué remedio...? La atracción que a entrambos nos había unido era más fuerte que todas las demás cosas del alma. Imposible luchar contra ella... ¡Pero el escándalo, la pérdida de la reputación, el murmullo de la gente, su hijo... el pobre barbián, que cuando creciera oiría decir que su mamita no había sido buena, como deben serlo todas las mamás!... Las delicias de amar por vez primera y única eran acibaradas por aquella zozobra punzante, por aquel miedo al qué dirán, por el presentimiento de catástrofes y desventuras que es la sombra fatídica que se hace a sí misma la vida ilegal.
Y otra cosa... ¿Cómo, dónde y cuándo nos veríamos?... porque pensar que podría transcurrir una semana sin vernos a solas, era pensar en la eternidad de la desdicha humana. Sobre esto hablamos largamente y con cierto ahogo, sin que yo pueda precisar ahora cuáles conceptos salieron de su boca, cuáles de la mía, cuáles de entrambas a la vez y como en un solo aliento. «Nos veríamos en su casa»... «No, no, en la mía»... «No, no, en otra»... «¿Dónde?»... «Pues nos daríamos cita en tal o cual parte»... «Yo arreglaría una casita muy cuca...».
La felicidad que me embargaba y que juntamente significaba amor, idealismo y satisfacción del amor propio, era demasiado grande para que yo pudiera encerrarla en el secreto de mi alma. No quería yo el escándalo; mi moral era aún bastante remilgada para enseñarme lo que debemos al decoro; la publicidad érame antipática; pero con todo, mi aventura me ahogaba hinchándome el pecho, sin duda por la parte que la vanidad tenía en ella. Érame forzoso mostrar a alguien mis bien ganados laureles; yo buscaba tal vez, sin darme cuenta de ello, un aplauso a la secreta aventura. Con nadie podía tener una confianza delicada como con Severiano Rodríguez, amigo mío muy querido de toda la vida. Conocía su discreción. Él me guardaría mi secreto como yo le guardaba los suyos. También Severiano estaba enredado con una señora casada, sólo que esto era tan público en Madrid como la Bula. Contele, pues, todo, y no se sorprendió. Se lo temía el muy pillo. Díjome, con aquel su estilo figurativo y genuinamente andaluz, que era inútil quisiera yo hacer el niño del mérito, guardando una reserva que era lo mismo que poner persianas al viento; que no intentara trastear al público, que es animal de mucho quinqué, y, por fin, que los tiempos de notoriedad que corremos hacen imposible el tapujito, lo que viene a ser una ventaja de nuestra edad sobre las precedentes.
Razón tenía mi amigo. Dos meses después, advertí que mi secreto había dejado de serlo para muchas personas, aunque las conveniencias seguían guardándose con la mayor escrupulosidad. El amor por una parte, con la dulzura de sus goces prohibidos; la vanidad victoriosa por otra, mantenían mi espíritu en estado de tensión incesante. Yo no cabía en mí de gozo. Me sentía ya capaz, no sólo de locuras románticas, sino aun de las mayores violencias, si alguien osara disputarme aquel bien que consideraba eternamente mío. Eloísa me esclavizaba con fuerza irresistible. Su tenaz cariño era pagado liberalmente por mí, con exaltada pasión, con estimación, hasta con respeto, con todo lo que el corazón humano puede dar de sí en su variada florescencia afectiva. Y en cierto modo me recreaba en ella como si fuera algo no sólo perteneciente a mí, sino hechura de mi propia pasión. Porque sí, Eloísa era más hermosa desde que estaba en relaciones conmigo; como mujer valía más, mucho más que antes. Su elegancia superaba a los encomios que hacía de ella la lisonja. Desde que se instaló en su nueva y primorosa vivienda, parecía que había subido de golpe al último grado de esa nobleza del vestir, que no tiene nombre en castellano. Todas las seducciones se reunían en ella. Y yo... ¡para que vean ustedes cómo me puse!... la miraba como miraría el artista su obra maestra. No es esto, no, lo que quiero decir: mirábala como una planta que yo había regado con mi aliento, abrigado con mi calor y fertilizado con mi dinero, criándola para goce mío y recreo de la vista de los demás.
Francamente, en mi cerebro había algo anormal, un tornillo roto, como gráficamente decía mi tío al descubrir las variadas chifladuras de la familia. Yo no estaba en mí en aquella época; yo andaba desquiciado, ido, con movimientos irregulares y violentos, como una máquina a la cual se le ha caído una pieza importante. De tal modo estaba alterado mi equilibrio, que a cada momento lo daba a conocer. Si no hacía cosas ridículas, era porque conservaba muy vivo el respeto exterior de mí mismo; pero decía majaderías, como las que antes, en boca de otros, me habían hecho reír mucho.
Con la familia me hallaba algo cohibido. Temía que el tío se enfadase, que la tía Pilar me echase los tiempos por la situación poco decorosa en que yo había puesto a su hija. Pero ninguno se dio por entendido. O no lo sabían o lo disimulaban. Raimundo y María Juana tampoco chistaban. Sólo Camila se permitió algunas reticencias, de que no hice caso. Toda la familia me trataba de la misma manera, con el mismo afecto y cortesía, y yo, agradecido a esta condescendencia natural o estudiada, les correspondía redoblando con respeto a ellos mi generosidad. Era ésta en mí como una corruptela para comprar su tolerancia, o subvención otorgada a su silencio. No cesaba, pues, de hacer regalitos a mi tía, algunos de consideración; daba cigarros y dinero a Raimundo, compré un piano a Camila, pues el que tenía estaba ya asmático, y a todos los obsequiaba un día y otro con palcos o butacas en los principales teatros.
Pero mis arranques más costosos eran para Eloísa, a quien constantemente daba sorpresas, añadiendo a sus colecciones objetos diversos, ya un cuadrito de buena firma, ya un caprichoso mueble, antigüedad de mérito o primorosa alhaja de moda. Grande era mi gozo cuando observaba el suyo al recibir el presente. A veces me reñía, ponía morros por aquel afán mío de gastar el dinero tan sin sustancia. Nunca me pedía nada; pero muy a menudo la observé como atontada pensando en algún objeto recientemente exhibido en las tiendas de lujo. Tenía momentos de entusiasmo suponiéndose poseedora de él, ratos de tristeza considerándose incapaz de poseerlo. Precisaba calmar esta exaltación con la única medicina eficaz, la compra del pícaro objeto. Este era bien un jarrón japonés de la fábrica imperial, con la pátina antigua, o un par de tibores de Sachsuma. Era a veces el motivo de sus ansias una delicada pieza de Wedgwood o una credencia de ébano y marfil. A esto añadí, por Mayo, una berlina de Binder y un piano media cola de Erard; pero ningún capítulo subía tanto como el de alhajas, pues por el collar de perlas, la riviere de brillantes, una pulsera de ojos de gato, una rosa suelta y varias chucherías, me dejé en casa de Marabini quince mil duritos.

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