Lo prohibido: 06

I

De tal modo se fijaron en mi mente los peligros de aquella inclinación, que pensé en marcharme de Madrid. Es lo que se le ocurre a cualquiera en casos como aquel. ¡Pero una cosa tan lógica y razonable era tan difícil de ejecutar!... ¿Cuándo me iba? ¿Mañana, la semana que entra, el mes próximo? En mi pensamiento estaba acordada la partida con esa seguridad pedantesca que tiene todo lo que se acuerda... en principio. Tal determinación era prueba admirable de las energías de mi conciencia. Pero faltaba un detalle, el cuándo, y este detalle era el que me hacía cosquillas en el cerebro, no dejándose coger. Se me escapaba, se me deslizaba como un reptil de piel viscosa resbala entre los dedos.
La cosa no era tan baladí. ¡Levantar casa, deshacer aquel hermoso domicilio que representaba tantos quebraderos de cabeza, tanto dinero y los puros goces de las compras pagadas...! ¿Y a dónde demonios me iba? ¿A Jerez? La situación comercial y agraria de aquel país era muy alarmante. Bueno estaría que me cogieran los de la Mano Negra y me degollaran. ¿A Londres? Sólo el recuerdo de las nieblas y de aquel sol como una oblea amarilla, me causaba tristeza y escalofríos... Nada, la necesidad de huir de Madrid era tan imperiosa, estaba tan claramente indicada por la moral, por las conveniencias sociales, que poquito a poco, sin darme cuenta de ello, fui tomando la heroica resolución de quedarme. Aquí de mis sofismas. Era una cobardía huir del peligro; se me presentaba la ocasión de vencer o morir. O yo tenía principios o no los tenía.
Diferentes veces había contado a mi prima lo de Kitty, y cada vez lo hacía en términos más patéticos y recargando el cuadro todo lo posible. Un día de Enero que paseábamos a pie por el Retiro con Carrillo, una tía de este y Raimundo, dije a Eloísa (en un rato que nos adelantamos como unos cuarenta pasos) que por motivos reservados había pensado marcharme de Madrid. A lo que respondió ella con risas y burlas, diciendo que lo de la marcha o era locura romántica o santidad hipócrita. Otra tarde, en su casa, hablábamos de tristezas mías, y sin saber cómo, se me vinieron a la boca sinceridades que la hicieron palidecer. Ella me dijo que alguien me tenía trastornado el seso, y entonces, quitándome de cuentos, respondile que quien me trastornaba el seso era ella... Tomándolo a broma, trajo al barbián y se puso a saltarle delante de mí y a decirle: «llámale tonto, llámale majadero». Con sus risas inocentes creo que me lo llamaba.
Seguía viviendo mi prima en la casa de sus padres; pues aunque estaban casi terminadas las reformas de la suya, como habían derribado tabiques y hecho obra de albañilería, temía la humedad. Diariamente iba a inspeccionar la obra, acompañada de su madre o de Camila. Usaba para esta excursión el hermoso landó de cinco luces que había adquirido; mas algunas tardes, para no privar a Carrillo del paseo que daba por el Retiro y Atocha, le prestaba yo mi berlina.
La casa en que había vivido y muerto Angelita Caballero era grandísima, tristona y estaba enclavada en un barrio mísero y antipático. Su aspecto exterior era muy feo, pero interiormente revelaba ya el soberano arreglo de su nueva dueña. Contome Eloísa que lo primero que tuvo que hacer fue despejar el terreno, deshacerse de aquellas horribles sillerías botón de oro, y esconder los biscuits y los entredoses de bazar y las arañas de pedacitos de vidrio donde nadie los viera. Porque la tal Angelita era notable por la perversidad de su gusto. Fuera de un buen vargueño y de un Cristo de bronce, no tenía en su casa ninguna antigüedad notable; todo el ajuar era moderno, de la época del 40 al 60, y se componía de artículos de exportación francesa de la peor calidad. «Calcula -me dijo Eloísa-, si habrá sido difícil el despejo». La transformación del palacio era en verdad grandiosa. Sorprendiome ver en su gabinete dos países de un artista que acostumbra cobrar bien sus obras. En el salón vi además un cuadrito de Palmaroli, una acuarela de Morelli, preciosísima, un cardenal de Villegas, también hermoso, y en el tocador de mi prima había tres lienzos que me parecieron de subidísimo precio, una cabeza inglesa, de De Nittis, otra holandesa, de Román Ribera, y una graciosa vista de azoteas granadinas, de Martín Rico. Pregunté a Eloísa cuánto le había costado aquel principio de museo, y díjome en tono vacilante, que muy poco, por haber adquirido los cuadros en la almoneda de un hotel que acababa de desmoronarse.
Cada día que visitábamos la casa, hallaba yo algo nuevo y de valor. En la antesala vi dos enormes vasos japoneses de Ímaris, hermosísimos, los mejores que había visto en mi vida. Las parejas de platos Hissen y Kiotto no valían menos. Vi también tapices franceses, imitación de gobelinos viejos, que debían de haber costado bastante. Dos terracottas, firmadas la una Maubach y la otra Carpeaux, acabaron de pasmarme. Bronces parisienses no faltaban, ni esos muebles ingleses de capricho que sirven para hacer exhibición de preciosas chucherías, y que tienen algo de los antiguos chineros y de los modernos aparadores. Eloísa gozaba con mi sorpresa y con mis alabanzas tanto como con la posesión de aquellas preciosidades. Júbilo vanidoso animaba su semblante; sus ojos brillaban; entrábale inquietud espasmódica, y su charlar rápido, sus observaciones, los términos atropellados con que encomiaba todo, señalándolo a mi admiración, decíanme bien claro el dominio que tales cosas tenían en su alma. Poníase al cabo tan nerviosa, que creía sentir amenazas de la diátesis de familia, en el cosquilleo de garganta producido por la interposición imaginaria de una pluma. Tragando mucha saliva, procuraba serenarse.
Solos ella y yo, mientras su mamá ordenaba en el comedor los montones de manteles y servilletas aún sin estrenar, recorríamos el salón primero, el segundo, la sala grande, los dos gabinetes, el tocador, la alcoba, el despacho, el cuarto del niño y todas las piezas de la casa. Aquí, colgándose de mi brazo, me detenía cuando no quería que fuese tan aprisa, y me incitaba con cierto tono de queja a ver las cosas más atentamente. Allí me empujaba atrayéndome hacia un objeto oscurecido entre las vitrinas. En otra parte, me oprimía el cuello suavemente para que me inclinara y pudiera mirar de cerca un cuadrito de estilo muy concluido. A veces su alegría se expresaba humorísticamente. Estaba yo contemplando un delicado estantillo japonés, de esos que no parecen hechos por manos de hombres, y ella, repentina y graciosamente, sacaba su pañuelo, y me lo pasaba por la boca. «¿Qué? -decía yo, sorprendido de este movimiento.
-Es que se te cae la baba.
Al fin, cansados de andar, nos sentábamos.
«Una casa bien puesta -me decía-, es para mí la mayor delicia del mundo. Siempre tuve el mismo gusto. Cuando era chiquitina, más que las muñecas, me gustaban los muebles de muñecas. Si alguna vez los tenía, me entraba fiebre por las noches, pensando en cómo los había de colocar al día siguiente. Todavía no era yo polla, y me atontaba delante de los escaparates de Baudevín y de Prevost. Cuando íbamos a paseo con papá y pasábamos por allí, me pegaba al cristal y como se empañaba con mi aliento, habías de verme limpiándolo con el pañuelo para poder mirar. Papá tenía que tirarme del brazo y llevarme a la fuerza. Gracias a Dios, hoy puedo proporcionarme algunas satisfacciones, que de niña me parecían realizables, porque sí... Yo soñaba que sería muy rica y que tendría una cosa como la que ves, mejor aún, mucho mejor... Pero no vayas a creerte, en medio de estas satisfacciones soy razonable. Dios ha querido que antes de ser rica fuera pobre, y esto me ha valido de mucho; he aprendido a contener los deseos, a estirar los cuartitos y a defenderlos contra esta pícara imaginación, que es la que se entusiasma. Sí, hay que tener mucho cuidado con esto... Porque yo lo he dicho siempre: el infierno está empedrado de entusiasmos... ¡Qué lástima no poseer muchísimos millones para comprar todo lo que me gusta! Se ha dado el caso de tener, durante tres o cuatro días, el pensamiento fijo, clavado en un par de vasos japoneses o en un medallón Capo di Monte, y sentir dentro de mí una verdadera batalla por si lo compraba o no lo compraba... Gracias a Dios, he sabido refrenarme, ir despacito, hacer muchos números, y decir al fin: «no, no más; bastante tengo ya...». Los números son la mejor agua bendita para exorcizar estas tentaciones; convéncete... Yo sumaba, restaba y... vencía. No vayas a figurarte; también he pasado malos ratos. Después de comprar en casa de Bach un bronce, veía otro en casa de Eguía que me gustaba más... ¡Qué marimorena entonces en mi cabeza! ¿Lo compro también? Sí... no... sí otra vez... pues no... que dale, que torna, que vira. Nada, hijo, que he tenido que vencerme. A poco más me doy disciplinazos. Por las noches me acostaba pensando en la soberbia pieza. ¿Qué crees? he pasado noches crueles, delirando con un tapiz chino, con un cofrecito de bronce esmaltado, con una colección de mayólicas... Pero me decía yo: «Todas las cosas han de tener un límite. Pues bueno fuera que... Me conformo con lo que poseo, que es bonito, variado, elegante, rico hasta cierto punto». ¿No es verdad? ¿No crees lo mismo?
Díjele que su casa era preciosa; que debía detenerse allí y no aspirar a más, pues si se dejaba llevar del fanatismo de las compras, podría comprometer su fortuna y quedarse por puertas. En números tenía yo mucha más experiencia que ella, y la imaginación no me engañaba jamás, mistificándome el valor de las cifras. «Yo te dirigiré -añadí-. Prométeme no entrar en una tienda sin previa consulta conmigo, y marcharás bien». Eloísa se entusiasmó con esto, dio palmadas, hizo mil monerías, y entre ellas expresó conceptos muy sensatos, mezclados con otros que revelaban ciertas extravagancias del espíritu.
«Porque verás -me dijo, juntando los dedos de entrambas manos como quien se pone en oración-, yo sé contenerme, sé consolarme cuando esas bribonadas de la aritmética me privan de hacer mi gusto. ¿Sabes lo que me consuela? pues lo mismo que me atormenta, la imaginación. Nada, que cuando me siento tocada, dejo a esa loca que salte y brinque todo lo que quiera, la suelto, le doy cuerda, y ella, al fin, acaba por hacerme ver todo lo que poseo como superior, muy superior a lo que es realmente. Soy como mi hermano, que se acuesta pensando que es Presidente del Consejo, y al fin se lo cree... Yo me acuesto pensando que soy la señora de Rostchild. Vas a ver... ¿Tengo un cuadrito cualquiera, antiguo, de mediano mérito? Pues sin saber cómo llego a persuadirme de que es del propio Velázquez. ¿Tengo un tapiz de imitación? Pues lo miro como si fuera un ejemplar sustraído a las colecciones de Palacio... ¿Un cacharrito? Pues no creas, es del propio Palissy... ¿Tal mueble? Me lo hizo el Sr. de Berruguete. Y así me voy engañando; así me voy entreteniendo; así voy narcotizando el vicio... el vicio, sí; ¿para qué darle otro nombre?

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