Lo prohibido: 04

I

Llegó el verano y con él la desbandada. Yo me fui al extranjero. Estuve en Hamburgo con el marqués de Fúcar, que iba a hacer contratas de tabacos, y después en Londres con Jacinto María Villalonga, a quien el ministro de Fomento había encargado la compra de algunas máquinas de agricultura y de caballos para mejorar las castas de la Península. En Inglaterra recibía yo frecuentes noticias de la familia, que veraneaba en Biarritz, ya por el tío, que me escribía algunas veces, ya por Raimundo que lo hacía casi todas las semanas. Sus cartas eran muy divertidas; escribíalas en estilo espeluznante cuando me contaba alguna trivialidad, y en el más ligero cuando me transmitía noticias de importancia. Usaba en unas la forma Víctorhuguesca, y en otras el tosco lenguaje de los cuentos de baturros. «Me ha salido un grano en la nariz -decía-. ¿Qué es esto? Es la madurez de lo insondable. Es el alerta de la sangre, la espuma roja del naufragio interior. Hay tempestades en las venas». No escribía así por burla del gran poeta, sino como una especial manera de admirarle. A la semana siguiente me decía en una posdata: «¡Otra que Dios! Chico, ya los Carrillos heredaron. Reventó la tía Cícero...». Esta noticia diome que pensar.
Creí encontrar a la familia en Biarritz cuando pasé por allí a mediados de Septiembre; pero habían apresurado su regreso a Madrid con motivo de la herencia de Carrillo. Comprendí la impaciencia de Eloísa; y francamente alegrábame de verla ya en posesión de un bienestar al cual me parecía tan acreedora. Sobre la dichosa herencia corrían en la colonia de Biarritz voces que me parecieron absurdas. Algunos la hacían subir a un caudal fabuloso. Angelita Caballero había dejado a su sobrino catorce dehesas, veinticinco casas y gruesas sumas en valores del Estado. Se decía que en un cuarto inmediato a la alcoba de la buena señora se habían encontrado enormes sacos llenos de metálico acuñado, en plata y oro, consolidación avariciosa de las rentas de los últimos años. La plata labrada era también de una riqueza fenomenal. Oía yo estas cosas, y en mi mente quitaba dehesas, quitaba casas, reducía a su mínima expresión los sacos de dinero, seguro de no equivocarme. Ya he dicho algo del afán concupiscente con que agrandan e hiperbolizan la riqueza ajena los que no tienen ninguna. Creeríase que se meten algo en el bolsillo, o que se les vuelve dinero la saliva que gastan en aumentar el de los demás.
En Madrid la verdad confirmó mis conjeturas. Por mi tío y el padre de Jacinto Villalonga, ambos testamentarios, supe que la herencia no era, ni con mucho, fabulosa. Lo de los talegos (y en esto se aferraba más que en ningún otro detalle el crédulo vulgo), era pura fantasía; la plata labrada escasísima y de baja ley, y los predios y valores públicos suponían, descontadoslos gastos de traslación de dominio, un capital de ciento veinte mil duros. Con esto bien podrían Pepe y Eloísa ser felices y vivir no sólo con desahogo sino con cierta esplendidez. Tal fortuna era lo que llena y sacia las ambiciones del hombre modesto, apartándole tanto de la escasez como de los desvanecimientos y peligros de la opulencia; era la fortuna discreta y templada que invita a disfrutar algo de los placeres del lujo sazonándolos con los de la sobriedad, y combinando dos cosas tan opuestas y al mismo tiempo tan solubles la una en la otra, como son el goce y la continencia.
Llegué a Madrid a principios de Octubre. ¡Qué gusto ver mi casa, el semblante amigo de mis muebles y entregarme a la rutina de aquellas comodidades adquiridas con mi dinero, y que tanta parte tenían en mis propias costumbres! Eran las costras, digámoslo así, de mi carácter. Como a ciertos moluscos, se nos puede clasificar a los humanos por el hueco de nuestras viviendas, molde infalible de nuestras personas.
Nada nuevo encontré en la familia, como no lo fuera la febril diligencia de Eloísa por instalarse en la casa que fue de Angelita Caballero. Entre paréntesis, diré que el título no estaba comprendido en la herencia. Pasaba a un señor, tío también de Pepe, a quien yo no trataba todavía; pero como después le conocí y traté bastante, he de traerle a este relato, agarrado por sus grandes bigotes, cuando sea ocasión de hacerlo. Hasta el fallecimiento del tal no disfrutaría Pepe, según el testamento de la anciana, el título de marqués de Cícero. Eloísa no parecía dar importancia a esto; y en cuanto a Carrillo, si tenía pesadumbre por el marquesado, lo disimulaba con buen juicio.
Pues decía que hallé a mi prima entregada en cuerpo y alma a la faena deliciosa de poner su casa. Al fin le había deparado Dios aquellas cuatro paredes tan honradamente deseadas. Radicaban en la calle del Olmo, que no es alegre, ni vistosa, ni céntrica; pero ¿qué importaba? Por allí cerca vivían familias de la más empingorotada alcurnia, y el edificio era espacioso. En repararlo y modernizarlo ponía mi prima sus cinco sentidos con aquella habilidad organizadora, aquel altísimo ingenio suntuario y artístico que la distinguía. Diariamente se asesoraba de mí sobre el color de una alfombra, sobre la forma de un juego de cortinas, sobre la elección de un cuadro de tal o cual artista. ¡Ella que era la propia musa del Buen Gusto, si me es permitido decirlo así, consultaba conmigo, el más lego de los hombres en estas materias, y que no sabía sino lo que ella me había enseñado! Pero en fin, como Dios me daba a entender, yo le aconsejaba, distinguiéndome particularmente en lo tocante a precios y en fijarle límites prudentes a los gastos que hacía.

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