Las tormentas del 48: 27

Las tormentas del 48 Capítulo XXVII de Benito Pérez Galdós En efecto, no hablamos más del asunto; pero con sus ojos más negros que el alma de los condenados, con la lividez que los circundaba, y con el timbre opaco de su voz, picando en cosas comunes, me cantaba el poema más halagüeño para mi vanidad. Bien segura en su conciencia exterior por el amparo que le daba la guardia de sus cancerberos, y cuidando de que no la perdiesen de vista, no temía ya manifestarme su apasionada ternura por medios y signos que yo solo había de entender. Era mía; pero no sé qué voces del corazón me susurraban que mi victoria quedaría por algún tiempo circunscrita al terreno de los principios, como la entrega de una plaza psicológica. «Volvamos al templete -me dijo con cierto donaire, en que vi algo de travesura-. Se me ha olvidado una cosa». Y adelantándose, antes de que yo llegara la vi salir con el gran manojo de flores que apartado había sin decirme para quién era. Mandó a...

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