La virreina

Doña Ana de Mendoza, la virreina, había cerrado con precaución la puerta del aposento y corrido la gruesa cortina de felpa, en donde la débil luz de la tarde apenas arrancaba imperceptibles luces al oro desvanecido de una arandela. Allí, recatada en un rincón y debajo de un retrato del grave marqués de Montesclaros, cuyo rostro recordaba sus andanzas con el cruel duque por tierras de Flandes, una preciosa cajonería mostraba la paciente labor de incrustaciones de marfil que enmarcaban escenas de la Pasión alternadas con pequeños espejos cuadrados y tiraderas de plata. Bajo el corpiño que erguía la cabeza de la dama en el eminente engarce de una rígida gola, la virreina delataba su azoramiento con el trémulo palpitar de sus senos, que se diría iban a escaparse en una fuga de palomas medrosas. De pronto tiró de un cajoncillo secreto, disimulado entre un episodio de la Crucifixión, y en rápido movimiento de hurto, doña Ana extrajo un pliego que leyó rápidamente...

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