La corona de fuego: 48
La corona de fuego o los subterráneos de las torres de Altamira
de José Pastor de la Roca
Capítulo III - Órdenes
¡Ay! Que imprudente y ciego
Su vértigo vehemente precipita
Al entusiasta joven... ¡Oh! ¡Maldita
Esa serpiente que en activo fuego
La savia del amor, cruel, irrita!
Bajo la solemne impresión que dominara al rey y a su joven protegido, con quien quedó a solas, siguió un momento de lúgubre silencio: necesitaba dar una tregua o suspensión al acto de aquel juicio tan repugnante por sus detalles, como interesante por las consecuencias mismas que se anunciaran y que prometían ser fecundas. Mandó, pues, despejar el ámbito de la pieza, quedando a solas con sus recuerdos y con su conciencia, en aquel lúgubre y tenebroso retrete.
Pálido, el ojo apagado, desasosegado e inquieto, en vano buscaba en su imaginación la clave de aquel arcano que todavía preocupara su espíritu, manteniéndole en perpetua tortura y desasosiego: la existencia de Veremundo y de...
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