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La condenada
Vicente Blasco Ibáñez
Catorce meses llevaba Rafael en la estrecha celda. Tenía por mundo aquellas cuatro paredes de un triste blanco de hueso, cuyas grietas y desconchaduras se sabía de memoria; su sol era el alto ventanillo, cruzado por hierros; y del suelo de ocho pasos, apenas si era suya la mitad, por culpa de aquella cadena escandalosa y chillona, cuya argolla, incrustándose en el tobillo, había llegado casi a amalgamarse con su carne.
Estaba condenado a muerte, y mientras en Madrid hojeaban por última vez los papelotes de su proceso, él se pasaba allí meses y meses enterrado en vida, pudriéndose como animado cadáver en aquel ataúd de argamasa, deseando como un mal momentáneo, que pondría fin a otros mayores, que llegase pronto la hora en que le apretaran el cuello, terminando todo de una vez.
Lo que más le molestaba era la limpieza; aquel suelo, barrido todos los días y bien fregado, para que la humedad, filtrándose a...
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