IX. Las cartas familiares: intimidad y ciencia

El personaje visto por sí mismo

De este modo, nos será posible poner en tela de juicio un procedimiento habitual: el de sacralizar la figura de hombres cuya labor se ha destacado de la del conjunto de sus contemporáneos por una u otra razón y en este o aquel terreno específico. El recurso corriente consiste en soslayar los aspectos contradictorios de estos individuos, convirtiéndolos así en modelos impecables y monolíticos. Deshumanizándolos. Nuestro criterio es el inverso: humanizarlos, precisamente, al ir mostrando sus perplejidades y la superación posible de sus contradicciones. Es evidente que los historiadores tienen sus predilecciones. Y que Pasteur, si bien ha logrado excepcionales resultados en el ejercicio de su labor, no se diferencia sustancialmente del común de las gentes. ¿Se trata de desmitificar? En eso estamos. Si los grandes personajes se convierten en pesados símbolos de bronce, inmaculados, ¿cómo aguantar semejante herencia sin sentirse aplastado? Se trata de «caminos abiertos». Pero, abiertos a través del trabajo, del esfuerzo y no del milagro. Dado que, precisamente, «el trabajo es lo que define al ser humano», según el historiador del pensamiento Emile Bréhier. Y a los hombres excepcionales, sólo su trabajo excepcional.

En una carta escrita a su suegro, monsieur Laurent, el 10 de febrero de 1849, aparece un Pasteur que sabe aducir razones, convencer, y comprobamos, como en el caso de Edison y de otros sabios, que los personajes del siglo XIX que transformarán el mundo con sus hallazgos, proceden de sectores sociales medios que no han abarcado sino una esfera concreta de conocimiento. Esta carta, que reproducimos a continuación, muestra a un hombre preocupado por graves problemas familiares, generoso (los pocos bienes que le corresponden los dona a sus hermanas), y con una gran confianza en sus propias fuerzas: «Todo lo que poseo —escribe— es una buena salud, un buen corazón y mi posición en la Universidad.» Su dote no es atractiva, pero convence. Y vemos cómo está dispuesto a entregarse a la ciencia, aunque ésta no le depare la gloria inmediata. La búsqueda de la posteridad, esa que él promete a su mujer, será una labor ordenada, coherente, exenta de espectacularidad. Así, cuando recibe un ofrecimiento por parte de Biot para ocupar un cargo importante de tipo administrativo, y en un campo extenso, se plantea trabajar diez o quince años exclusivamente en su especialidad. «Concentrarse» —explica—. «Insistir en lo mismo, antes que dispersarse.»

La relación con su mujer será, asimismo, arquetípica: Marie Pasteur se desenvuelve con cariño, constituyéndose en una compañera fiel, sin objetivos propios y como gran admiradora de su marido. Cuando, a veces, le reclama su atención, algo de tiempo —ya que Pasteur vive permanentemente inclinado sobre el microscopio— él promete la posteridad. Como a la mayoría de las mujeres del siglo XIX, a Marie este destino le parece aceptable. Su vida sólo tiene sentido en compañía de su marido. Pero numerosas veces, participará más de cerca.

En este aspecto, la carta del 27 de septiembre de 1852 resulta ejemplar: Pasteur no sólo le cuenta anécdotas, superficialmente, sino que se detiene en detalles, utilizando —incluso— una terminología científica.

Sin duda, habría múltiples aspectos. Detalles. Minucias y repliegues. Sólo destacamos algunos. Más tarde, llegaremos a encontrar un Pasteur capaz de apreciar realidades diversas y sutilezas de lo cotidiano.

Así, cuando le escribe a su padre, le explica que, mientras debe esperar unas horas para obtener una autorización que le permita visitar una fábrica, decide conocer Viena: entonces comprueba que los franceses están llenos de prejuicios contra los extranjeros y con ideas totalmente tergiversadas sobre sus costumbres. Incluso se justifica por no haberle comunicado ese viaje, en razón de que el itinerario hacia Viena todavía estaba considerado como una incursión en un mundo desconocido y alarmante.

En lo ideológico advertimos que, si bien Pasteur se comportaba, generalmente, como un nacionalista intransigente, en reiteradas ocasiones declara que la ciencia no tiene patria. Pero que los científicos sí. De ahí que nos topemos con las contradiciones y límites de su pensamiento. Sobre todo cuando se alegra —de una manera un tanto infantil— de que sus descubrimientos se produzcan en suelo francés.

Y si el padre está molesto porque no recibe cartas suyas durante casi seis semanas, Pasteur se disculpa ceremoniosamente. Intimidad y etiqueta se entremezclan. De manera tal que, a través de su carta, podemos percibir —contradictoria y permanentemente— la relación que une a estos dos hombres: Louis Pasteur intenta hacer entender a su padre que los austríacos no son bárbaros y, para ello, se apoya en episodios que le ha tocado vivir. Y enumera ejemplos: cuando ha tenido que hacer preguntas por la calle, los vieneses le han contestado en francés. Y por el revés de la trama, esta inesperada vinculación con los vieneses despierta en él su interés por aprender alemán.

Pasteur es un hombre que se debate en una Europa cambiante, contradictoria y en crisis. De ahí que más adelante, cuando confiese que se siente como un predestinado o como un sacerdote de una misión sublime, no deje de evidenciar sus preocupaciones cotidianas, a la vez que su interés por la lectura, la reflexión y las obras de arte. Busca la piedra filosofal y cree que no fracasará. Pero sólo es un hombre que asume el desafío que le plantea la historia. Y él acepta categóricamente en su intento de «levantar una nueva punta del velo con que Dios ha cubierto su obra.»

El Pasteur lejos del laboratorio prácticamente no existe. Mejor dicho: se le entiende muy poco si se le desconecta de ese lugar fundamental en su vida. Aun los aspectos aparentemente más distantes de «su taller», sólo adquieren una verdadera dimensión al vincularlos a ese «diminuto templo de la experimentación». Educado, sensible, considerado, las relaciones de Pasteur con los otros estarán siempre subordinadas a su trabajo. Incluso, podemos suponer que si su padre o su esposa hubiesen sido hostiles a la pasión de ese hombre, los hubiera alejado de su vida, y que si los ha aceptado es porque ellos también se convertirán, de alguna manera, en auxiliares de su labor. De esa faena constante y exigente. De la cual si él es el artífice principal, Marie —su esposa— y Jean Joseph —su padre— son los principales confidentes, comentaristas y admiradores. Y Louis Pasteur se entrega fundamentalmente a su trabajo. Esa es su pasión y eje de su biografía. Son sus propias palabras: «Nada hay fuera de él que me incite y entusiasme.»


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