CUANDO Goya llegó a la capital en 1775 para pintar carteles en la Fábrica de Tapices, era un pintor vocacional, falto de educación literaria y de formación humanística. Por otra parte, sus recursos técnicos eran más bien pobres. «El aprendizaje de Goya —escribe Ortega y Gasset— es deficiente y nunca logrará superar cierta inseguridad de mano que le hace casi siempre ser una cosa extraña: un gran pintor balbuciente. Tiene el carácter bronco, impulsivo, elemental de sus paisanos cuando les falta el montaje de frenos e inhibiciones en que consiste la buena educación...» De los breñales de su tierra ha traído fuerza, franqueza y espontaneidad, pero antes de que Goya descubra su verdadera potencia creadora tendrá que aprender mucho del Madrid casquivano y bullanguero, rico en picardías, frondoso en sutilezas y complicado en la relación con los diferentes estamentos sociales. Madrid es entonces un remanso de paz muy bien orquestado por el sistema de drenajes del absolutismo. Aparentemente no ocurre nada, pero cualquier buen observador puede percibir corrientes subterráneas de inconformismo. Sin embargo, como ha ocurrido en España hasta nuestros días, a un cierto nivel intelectual y social, por el que discurren los meandros del vanguardismo europeo, se puede hablar de todo y hasta circulan los temas de la Enciclopedia francesa encuadernados con nombres de santos.
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