III. El poeta
El adolescente Todavía bajo el apellido Geyer, Richard fue matriculado en la Escuela de Santa Cruz. De algún modo había que lograr que estudiase de verdad. Pero Richard continuó fiel a su indisciplina, eludiendo los castigos gracias a su insuperable capacidad de adaptación —éste era un fruto inesperado de sus sucesivos desarraigos— y, desde luego, gracias a su personalísimo autodominio teatral. Había aprendido que a las autoridades no convenía desafiarlas frontalmente —ante ellas buena cara, excelente disposición, contricción si venía al caso—, sino de forma sinuosa. Así, se tornó insensible a las amenazas y supo eludir los auténticos castigos. Sus maestros andaban perplejos. A veces, Richard parecía tonto, pero otras parecía demasiado inteligente. ¿Era obediente o revoltoso? ¡Había dado pruebas de lo uno y de lo otro, pero al final prevalecía su mirada angelical y hasta el más duro educador quedaba confuso y desarmado! Naturalmente, sólo prestaba atención a lo que le gustaba y rechazaba el resto con la mayor elegancia posible. El mismo escribiría: «Yo comprendía y retenía con facilidad lo que era de mi agrado, pero casi no prestaba atención a lo que estaba más allá de mi círculo de intereses personales, lo que se vio, sobre todo, en lo que respecta al cálculo y, más adelante, a las matemáticas. En lo concerniente a estas ramas del saber, ni siquiera lograba centrar mi atención sobre los problemas que nos obligaban a resolver. Tampoco las lenguas antiguas excitaban mi curiosidad, porque sólo trataba de comprender los episodios que deseaba conocer. La mitología griega fascinaba mi imaginación y hubiese querido oír a sus héroes expresarse en su propio idioma». Sólo por este motivo estudió un poco de griego… El poco dulce ambiente escolar le sirvió para contrapesar los efectos del medio familiar, que tendía a sobreprotegerle. El escolar que frecuentemente repartía puñetazos, con toda naturalidad hacía sonar la campana de la puerta de su casa, para que alguien se apiadase de él, pues la oscura escalera le sugería peligros espectrales que sólo podría sobrellevar con una mano familiar. Se entendía mejor con sus compañeros de colegio que con los fantasmas que su imaginación podía representarse en cualquier ángulo deficientemente iluminado…
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