III. El adiós a la infancia

Un adolescente fogoso

Se anunciaban los años adolescentes; su ardiente mirada se detenía, sin darse cuenta, en la contemplación de las mujeres más bellas que veía a su paso. En la imaginación las recordaba sin cesar, y cuando el recuerdo se iba borrando, comenzaba nuevamente a dibujar el rostro de la casta y pura mademoiselle Lambercier que, con sus azotainas, no parecía la más indicada para despertar tales sentimientos. Por esa época, Jean-Jacques no tenía aún una idea clara de la diferencia de los sexos, y mucho menos de su unión. Sólo sentía una vaga repugnancia cuando se tocaba el tema, la cual se vio reforzada en una ocasión en que, al pasar cerca de una cueva, alguien le indicó que en ella se escondían las parejas para hacer sus acoplamientos. El pensó inmediatamente en el acoplamiento de los perros y este solo recuerdo le produjo asco. Pese a un temperamento ardiente, incluso precozmente lascivo, pasó toda la pubertad sin conocer más placeres de los sentidos que los que mademoiselle Lambercier tan inocentemente le había inspirado. Su temperamento tímido y su horror a las mujeres públicas le reducían a arder en deseos encendidos que deleitaban su imaginación. La sola presencia de la mujer aseada bastaba muchas veces para paralizarlo. Esto contribuyó a mantenerlo en un estado casi de castidad, que le haría decir años después: «… he poseído muy poco, pero no he dejado de gozar mucho a mi manera, es decir, imaginativamente».

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