II. El descubrimiento del Perú

El primer intento

Respaldado, pues, por los fondos de Luque y fortalecido con la autorización del gobernador, Almagro apresuró los preparativos del viaje. Se hizo la adquisición de dos pequeños barcos, el mayor de los cuales había sido construido por Balboa con el mismo objeto. Algo más difícil fue el reclutar la cantidad de hombres necesaria, ya que las expediciones que se preparaban en aquella dirección inspiraban un sentimiento general de desconfianza difícil de superar. Almagro reunió un cuerpo de poco más de cien hombres. Cuando todo estuvo listo, Pizarro tomó el mando y, levando anclas, zarpó del pequeño puerto de Panamá a mediados de noviembre de 1524. Almagro debía seguirle en un segundo barco más pequeño, tan pronto como pudiese aparejar. Después de doblar el puerto de Piñas, la nave entró en el de Perú. Habiendo remontado el río del mismo nombre un par de leguas (unos 9 kilómetros), Pizarro echó el ancla, y desembarcando todas las fuerzas a excepción de los marineros, avanzó al frente de ellas para explorar el país. Avanzaron con dificultad a través de una espesa y entrelazada maleza. El calor era, en algunos momentos agobiante. Agotados por el cansancio y extenuados por la falta de alimentos, los hombres caían al suelo, desfallecidos. Este fue el siniestro comienzo de la expedición al Perú. Regresaron al barco y, descendiendo río abajo, prosiguieron su navegación hacia el sur, por el gran Océano.

Después de costear algunas leguas más, Pizarro se vio obligado a echar el ancla nuevamente, después de haberse visto frenado en su avance por una serie de terribles tormentas. Completamente descorazonados por el aspecto del país, los españoles empezaron a darse cuenta de que nada habían salido ganando dejando el mar por la costa y abrigaban serios temores de morir de hambre en un territorio que no ofrecía como alimento más que las bayas malsanas que encontraban en sus bosques. Era inútil, decían, seguir luchando contra la suerte y era preferible tratar de regresar al puerto de Panamá a tiempo de salvar sus vidas que quedarse en un sitio donde inevitablemente morirían de hambre. Pero Pizarro estaba decidido a hacer frente a peores males antes que faltar a sus compromisos. Empleó, pues, todos los argumentos que podían atizar el orgullo y la avaricia de sus compañeros para impedir que éstos abandonasen aquel proyecto. Sin embargo, como tenían emperiosa necesidad de reavituallarse, decidió enviar el barco, al mando de Montenegro, uno de sus ayudantes, a la isla de las Perlas para que les trajese las provisiones que les permitiesen reanudar su ruta con renacida confianza. Pasaron días y semanas sin que llegasen noticias del barco que debía traer socorros a los pobres aventureros. Más de veinte hombres de la expedición habían muerto ya y el resto parecía que iba a seguir pronto el mismo camino.

En estos angustiosos momentos dijeron a Pizarro que se había visto una luz a través de una abertura en el fondo de los bosques. Poniéndose a la cabeza de un pequeño destacamento, salió en reconocimiento en la dirección que le habían indicado y llegó a un claro en el que se alzaba una aldea india. Sus tímidos habitantes, ante la súbita aparición de unos desconocidos, salieron aterrados de sus chozas y los hambrientos españoles se apoderaron rápida y ávidamente de todo lo que había en ellas.

Los indígenas, asombrados, no hicieron la menor tentativa de resistencia. Pero, viendo que no se intentaba ninguan violencia contra ellos, les preguntaron «por qué no se quedaban en sus casas y cultivaban sus tierras en vez de merodear para despojar a unas personas que ningún mal les habían hecho». Cualquiera que fuese su opinión sobre este punto de derecho, los españoles reconocían que hubieran obrado más cuerdamente comportándose así, pero los salvajes llevaban unos adornos de oro de bastante tamaño, aunque de tosco trabajo, y el oro era el cebo que incitaba a los aventureros españoles a cambiar las dulzuras del hogar por las penalidades del desierto.

Por fin, al cabo de seis semanas, los españoles, llenos de alegría, vieron regresar el barco que había partido con sus camaradas y Montenegro entró en la bahía cargado de provisiones para sus hambrientos compatriotas. Reanimados con los sustanciosos alimentos, y con la ligereza propia de hombres acostumbrados a una vida azarosa y vagabunda, los españoles se olvidaron de los males pasados en su afán de proseguir su aventura. Regresando, pues, al barco, Pizarro se despidió del escenario de tantos sufrimientos, al que bautizó con el nombre de Puerto del Hambre, y puso proa al Sur.

No tardaron en encontrarse a la altura de un terreno descubierto, o por lo menos con menos bosques. El barco siguió su ruta, costeando, hasta que, al llegar a la altura de un saliente al que Pizarro puso el nombre de Punta Quemada, dio orden de echar el ancla. La orilla estaba festoneada de espesos manglares cuyas largas raíces se entrelazaban formando una especie de enrejado submarino que dificultaba el atraque. Como entre esta enmarañada vegetación se abrían algunos caminos, Pizarro sacó la conclusión de que el país estaba habitado y desembarcó con la mayor parte de su gente para explotar el interior. No habría avanzado más de una legua cuando descubrió un poblado indio más importante que todos los que habían encontrado hasta entonces. Los habitantes habían huido, como de costumbre, pero dejando en sus viviendas una cierta cantidad de provisiones y algunas bagatelas de oro de las que los españoles se apoderaron sin dificultad.

La débil embarcación de Pizarro había sufrido desperfectos a consecuencia de los vendavales que había tenido que soportar, por lo que era aventurado proseguir el viaje sin hacerle una reparación a fondo. Decidió, pues, hacerla regresar, con un pequeño grupo de hombres, para que fuese carenada en Panamá y establecer sus cuarteles, hasta su regreso, en aquella posición fácil de defender. Envió primero un pequeño destacamento, al mando de Montenegro, para que reconociera el terreno y, si era posible, entrara en relaciones con sus habitantes. Estos eran de una raza guerrera. Habían abandonado sus viviendas para poner a salvo a sus mujeres e hijos. Pero vigilaban los movimientos de los invasores y, cuando vieron que éstos dividían sus fuerzas, decidieron caer sobre cada uno de los grupos por separado, sin esperar a que se volvieran a reunir. Por lo tanto, tan pronto como Montenegro penetró con sus hombres en los desfiladeros de las montañas, los guerreros indios, saliendo de su emboscada, les arrojaron una lluvia de flechas.

Los españoles, sorprendidos ante la aparición de aquellos salvajes con sus cuerpos desnudos pintarrajeados de colores vistosos, quedaron un momento desconcertados. Tres de ellos calleron muertos y otros muchos fueron heridos. Reorganizándose, sin embargo, con rapidez, contestaron a la descarga de sus asaltantes con sus ballestas y luego, cargando contra el enemigo, espada en mano, consiguieron rechazarle y obligarle a refugiarse en el monte.

Los españoles celebraron entonces consejo. La posición había dejado de parecerles segura y era la primera vez que encontraban resistencia desde el comienzo de la expedición. Era indispensable poner a los heridos en sitio seguro para curarlos. Sin embargo, no era prudente ir más lejos, a causa de las averías del barco. Se decidió, finalmente, regresar a Panamá y dar cuenta de lo realizado al gobernador.

Pizarro creía que habían hecho lo suficiente para justificar la importancia de la empresa y obtener de Pedrarias los medios para proseguirla. No podía, sin embargo, hacerse a la idea de presentarse ante el gobernador en el actual estado de cosas. Decidió, pues, desembarcar, con la mayor parte de su tropa, en Chicama, a poca distancia al oeste de Panamá. Desde este sitio, al que llegó sin más peripecias, envió el barco y a su tesorero, Nicolás de Ribera, con el oro que habían recogido e instrucciones de hacer al gobernador una relación detallada de los descubrimientos y resultados de la expedición.

Durante este tiempo, Almagro, el socio de Pizarro, se había ocupado de equipar otro barco en el puerto de Panamá. Zarpó, pues, siguiendo las huellas de su compañero con la intención de reunirse con él lo antes posible. Gracias a las muescas hechas en los árboles, según habían convenido previamente, Almagro fue reconociendo los sitios visitados por Pizarro. En uno de ellos fue recibido por los huraños salvajes con las mismas demostraciones hostiles con que habían acogido a su predecesor. El temperamento irascible de Almagro se exasperó ante esta resistencia y dio orden de asaltar la plaza en la que entró a hierro y fuego, incendiando las fortificaciones exteriores y las viviendas y obligando a sus desgraciados moradores a huir a lo bosques. Pero su victoria le costó cara. Una jabalina le hirió en la cabeza produciéndole una inflamación en un ojo, que acabó por perder, después de grandes sufrimientos. A pesar de ello, el intrépido aventurero no vaciló en proseguir su viaje. Se sentía lleno de inquietud por la suerte de Pizarro y sus hombres. Hacía ya tiempo que no encontraba ninguna señal de ellos en la costa; era evidente que, o se los había tragado el mar o habían regresado a Panamá. Se decidió, pues, a regresar inmediatamente.

A su llegada a Panamá, Almagro se encontró con que los acontecimientos habían tomado un giro menos favorable a sus designios de lo que había esperado. El gobernador Pedrarias se negó rotundamente a apoyar por más tiempo los temerarios proyectos de los dos aventureros y la conquista del Perú habría muerto en embrión a no ser por la eficaz intervención de su tercer asociado, Hernando de Luque. A este eclesiástico le había producido el relato de Almagro una impresión muy distinta de la que había causado en el irritable gobernador. Compenetrado, pues, totalmente, con los sentimientos de sus asociados, empleó toda su influencia sobre el gobernador para hacerle considerar con ojos más favorables la petición de Almagro. Pero Pedrarias, al mismo tiempo que daba su consentimiento, a regañadientes, para la empresa, hizo sentir su descontento a Pizarro, designando a Almagro para que mandase, juntamente con él y con la misma autoridad, la proyectada expedición. Esta humillación se clavó profundamente en el alma de Pizarro.

Al año siguiente Pedrarias fue sustituido en su cargo por don Pedro de los Ríos, caballero cordobés. Habiendo resuelto sus dificultades con el gobernador, los asociados no perdieron mucho tiempo en hacer los preparativos necesarios. Su primer paso fue redactar el contrato memorable que serviría de base a todos sus futuros acuerdos. En este acta se establece que las partes, en uso de plena autoridad para descubrir y conquistar las regiones y las provincias situadas al sur del golfo y que pertenecen al imperio del Perú, y habiendo adelantado Hernando de Luque los fondos para la empresa en lingotes de oro de un valor de veinte mil pesos, se comprometen asimismo entre ellas a repartir todos los territorios que conquisten. En el caso de que los dos capitanes faltasen a lo convenido, se comprometen a reembolsar a Luque de sus anticipos, de los que responderán con todos los bienes que posean. El acta, que fue fechada el 10 de marzo de 1526, fue firmada por Luque y testificada por tres ciudadanos honorables de Panamá, uno de los cuales firmó en nombre de Pizarro y otro por Almagro, ya que ninguno de los dos, según se hace constar en el documento, «sabe firmar con su nombre».

Un hecho notable, que ha escapado hasta ahora a la atención de los historiadores, es que Luque no era en realidad una de las partes del contrato. Representaba a otra persona que le hacía entrega de los fondos necesarios para la empresa. No se puede dudar que los veinte mil pesos del osado especulador le produjesen magníficas ganancias, así como de que el digno eclesiástico recibiría también su recompensa.

Se adquirieron dos barcos, mejores en todos conceptos que los de la primera expedición, se los aprovisionó también con más abundancia y se anunció a bombo y platillo «una expedición al Perú». Pero los escépticos vecinos de Panamá no se apresuraban a responder a la llamada. Ambos capitanes zarparon de Panamá, por lo tanto, con dotación insuficiente, cada uno sobre su barco respectivo, llevando por guía a Bartolomé Ruiz, piloto prudente y valeroso, muy experimentado en la navegación del mar del Sur.

Como la época había sido mejor escogida que la primera vez, fueron empujados por una brisa favorable, llegando a su destino en ocho días. Pizarro desembarcó a la cabeza de una partida de soldados y logró sorprender a un pequeño poblado apoderándose de una importante cantidad de ornamentos de oro que encontró en las viviendas de los indígenas. Se tomó la decisión de que Almagro regresase a Panamá con estos tesoros y tratase de reunir refuerzos, mientras que el piloto Ruiz, en el otro barco, reconocería el país hacia el sur obteniendo informes que servirían para determinar sus futuros movimientos. Pizarro, con el resto de la tropa, se quedaría en las proximidades del río. Muchos de los españoles que se quedaron con Pizarro murieron miserablemente y los demás eran acechados continuamente por los indígenas que vigilaban sus movimientos para aprovechar cualquier ocasión de sorprenderlos en situación desfavorable. Catorce de los hombres de Pizarro fueron raptados a la vez en una ocasión en que su bote encalló en la orilla del río. A todo esto vino a añadirse el hambre, logrando subsistir penosamente alimentándose con los escasos productos del bosque, a veces con patatas y almendras de cacao silvestres, o bien, en la costa, con el fruto salobre y amargo de los manglares.

En lo más álgido de esta crisis, llegó el piloto Ruiz con la noticia de sus brillantes descubrimientos y, poco después, Almagro entró en la rada con su barco cargado de víveres de refresco y un considerable refuerzo de voluntarios. Almagro se encontró al frente de un contingente de casi unos ochenta hombres con los cuales, después de reavituallarse, largó velas nuevamente por el río San Juan. La llegada de los nuevos reclutas impacientes de seguir la expedición, el cambio operado en su situación por las abundantes provisiones de alimentos frescos y las brillantes descripciones de las riquezas que les esperaban en el sur, tradujeron su efecto en los abatidos espíritus de los compañeros de Pizarro. Los dos capitanes navegaron hacia el sur hasta llegar a la bahía de San Matías.

Mientras navegaban a lo largo de la costa fueron observando con asombro, lo mismo que Ruiz anteriormente, los indicios de una civilización más avanzada, constantemente perceptible en el aspecto general del país y de sus habitantes. Los poblados eran cada vez más numerosos. Cuando los barcos fondearon a la altura del puerto de Tacamez, los españoles contemplaron ante ellos una ciudad de dos mil o más casas, formando calles, con una abundante población agrupada en los arrabales. Hombres y mujeres ostentaban muchos ornamentos de oro y piedras preciosas, lo que puede resultar extraño puesto que los Incas peruanos se reservaban el monopolio de las joyas para sí mismos y para los nobles a quienes se dignaban concederlas. Pero, aunque los españoles hubiesen llegado entonces a los límites extremos del imperio peruano, aquello no era aún el Perú sino Quito, y aquella parte del país de Quito hacía muy poco tiempo que había caído bajo el cetro del Inca, por lo que sus antiguas costumbres populares aún no habían podido ser borradas por el sistema opresor de los déspotas.

Los españoles contemplaban encantados aquellos indiscutibles signos de riqueza y veían, en el cultivo del suelo, la grata seguridad de haber llegado por fin al país que durante tanto tiempo sólo se había mostrado ante sus ojos como una perspectiva brillante, pero lejana. Pero también allí se verían defraudados por los arrestos belicosos del pueblo que, confiando en su fuerza, no se mostraba intimidado en lo más mínimo por la llegada de los invasores.

Un ejército más importante aún se congregó a lo largo de la costa: diez mil guerreros, por lo menos, según los cronistas españoles, impacientes, al parecer, de enfrentarse con los invasores. Pizarro, que había desembarcado con algunos de sus hombres con la esperanza de parlamentar con los indígenas, no pudo evitar del todo las hostilidades. La situación hubiera llegado a ser desastrosa para los españoles, vivamente hostigados por sus valerosos enemigos y de tal superioridad numérica, a no ser por un accidente risible que le sucedió —cuentan los historiadores— a uno de sus jinetes: una caída del caballo. Asombró de tal modo a los indígenas ver dividirse en dos lo que ellos creían ser un solo y único individuo, que emprendieron la fuga, despavoridos, dejando que los españoles regresasen tranquilamente a sus naves.

Los españoles celebraron consejo. Resultaba evidente que sus fuerzas eran insuficientes para luchar contra un ejército indígena tan numeroso y bien organizado. Incluso en caso de victoria no podían contar con lograr contener el torrente que se precipitaría sobre ellos a medida que fuesen avanzando, ya que el país se iba haciendo cada vez más populoso y surgían ante sus ojos ciudades y aldeas a cada nuevo promontorio que doblaban. Más valía, opinaban algunos, renunciar inmediatamente a una empresa superior a sus fuerzas. Almagro enfocó el asunto desde otro punto de vista. «Regresar —dijo— sin haber intentado nada, sería una ruina y al mismo tiempo una vergüenza. No había apenas uno entre todos ellos que no hubiese dejado en Panamá acreedores que confiaban, para ser pagados, en el resultado de la empresa. Regresar ahora sería entregarse todos en sus manos. Sería ir a la cárcel. Más valía errar libres, aunque fuese en el desierto, que languidecer, cargados de cadenas, en los calabozos de Panamá. El único camino que les convenía era el que hasta ahora habían seguido. Pizarro podía encontrar algún sitio más seguro donde quedaría con una parte de las fuerzas, mientras que él regresaría a Panamá en busca de refuerzos. La descripción que ahora podrían hacer de las riquezas del país, por haberlas visto con sus propios ojos, presentaría su expedición bajo una luz diferente y no podría por menos de arrastrar bajo sus banderas a todos los voluntarios que se necesitasen.

«Eso está bien —dijo el otro comandante a Almagro—, para vos que os pasais el tiempo agradablemente, corriendo de aquí para allá en vuestro barco, o bien tranquilo y seguro en la pródiga tierra de Panamá. La cosa es distinta para los que se quedan en el desierto languideciendo y muertos de hambre.»

Almagro replicó con calor declarándose dispuesto a ponerse al frente de aquellos bravos que quisiesen quedarse con él, si Pizarro no quería hacerse cargo.

La disputa fue tomando un tono más agrio y amenazador y seguramente habrían pasado de los dichos a los hechos, ya que ambos, echando mano a sus espadas se disponían a abalanzarse el uno contra el otro, cuando el tesorero Ribera, ayudado por el piloto Ruiz, logró tranquilizarlos. No precisaron de muchos esfuerzos aquellos sensatos consejeros para convencer a ambos caballeros de la locura de aquella manera de comportarse y que hubiera puesto fin a la empresa de manera poco favorable para los que la habían emprendido. Se llegó, pues, a una reconciliación suficiente, por lo menos en apariencia, para que ambos jefes pudieran actuar de común acuerdo. Se aprobó entonces el plan de Almagro; sólo faltaba encontrar el sitio más seguro y conveniente para establecer los cuarteles de Pizarro. Pero tan pronto como se divulgó la resolución de los dos capitanes, estalló el descontento entre sus compañeros, sobre todo entre aquellos que debían quedarse en la isla con Pizarro.

Poco después de la marcha de Almagro, Pizarro mandó zarpar el barco que quedaba, con el pretexto de hacerlo reparar en Panamá. Esto venía a librarle probablemente de aquella parte de sus compañeros que por un espíritu de rebeldía eran más bien un obstáculo que una ayuda en su desesperada situación. El regreso de Almagro y sus compañeros provocó un gran terror en la pequeña colonia de Panamá. El aspecto asustado y abatido de los aventureros era ya de por sí bastante desalentador. El gobernador, Pedro de los Ríos, se indignó tanto del resultado de la expedición y de las pérdidas de hombres que había ocasionado a la colonia que permaneció sordo a todas las peticiones de Luque y Almagro para que siguiese apoyando la empresa. Se burló de sus tenaces esperanzas y decidió finalmente enviar a un oficial a la isla del Gallo con orden de regresar con todos los españoles que encontrase todavía vivos en aquel triste paraje. Se enviaron inmediatamente dos barcos con este objeto, bajo el mando de un caballero llamado Tafur, natural de Córdoba.


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