II. El cosaco

Las primeras vivencias estéticas

Para un niño de cinco años, un taller de pintura es un lugar fascinante, un espacio transfigurado. Aquí debemos imaginar el desorden, los objetos misteriosos, los retratos colgados de la pared o apilados en el suelo y, sobre todo, debemos imaginar a Geyer ante su alto caballete, con la boina ladeada, con el misterioso pincel en la mano derecha y la colorida paleta en la izquierda, todo él grave y solemne como un sacerdote, y un poco más lejos, perfectamente iluminada, inmóvil, transfigurada, con ropajes nunca vistos, la modelo sentada en la silla… ¡Y ese silencio! El perfume del óleo y el aceite se asociaba a la mágica reaparición de lo real en el lienzo… Y Geyer, que lo sabía, dejó que su hijo adoptivo se enviciase con ese perfume y hasta le dejó embadurnarse las manos con pintura. Deliberadamente, con complacencia paternal, no dejaba de saborear el proyecto de que este pequeño se transformase en un pintor. Y Richard manifestó una predisposición especialmente favorable…

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