II. El cáncer de Waterloo

Los cien días

Batalla de Waterloo.

Al fin Napoleón parecía haber comprendido que era demasiado tarde para someter a los pueblos como «Emperador de Occidente» y demasiado pronto para insertar a las viejas monarquías feudales en los Estados Unidos de Europa. A la brava y pisoteando tradiciones y costumbres milenarias, lo único que había conseguido era despertar la xenofobia nacionalista; enardecer los prejuicios patrióticos, justificar la restauración de las viejas dinastías y los viejos privilegios de casta y clase. Muy pronto se daría cuenta de que era tarde para todo, incluso para ser tolerado entre los que tantas veces se habían arrastrado a sus pies.

Si en Francia y en París, y especialmente en los ambientes liberales y republicanos, los proyectos de Napoleón de establecer una monarquía constitucional y representativa encuentran eco y despiertan entusiasmo, no ocurre lo mismo fuera de las fronteras francesas. Ni siquiera entre la alta burguesía, la aristocracia, sus mariscales y altos funcionarios del Imperio. A todos los que ya se han situado al amparo de la monarquía borbónica, la vuelta de Napoleón se les antoja una pesadilla.

Por otra parte, los de la coalición no le pierden de vista. En Viena se siguen de cerca sus pasos. Ni siquiera su esposa, María Luisa, la mujer que ha compartido con él durante cuatro años el lecho y le ha dado el ansiado heredero, se siente ligada a su destino. Poco más de tres meses de separación han bastado para arrojarla a los brazos de un oficial austríaco. Napoleón sabe todo lo que se refiere a los devaneos de María Luisa, pero ni a sus familiares más cercanos permite que lo comenten. Es la madre del «rey de Roma», del «Aguilucho», y todavía confía en que se sacrificará a los intereses del Imperio levantado por él. La carta que escribe a su suegro, el emperador Francisco de Austria, es conmovedora:

«En el momento en que la Providencia me vuelve a conducir a la capital de mis Estados, mi más vivo deseo es el de ver muy pronto al objeto de mis más dulces afectos, a mi esposa y mi hijo.» Piensa que su mujer desea tanto como él el encuentro, y añade:

««Mis esfuerzos tienden únicamente a consolidar este trono y a legarlo, afirmando sobre bases inconmovibles, a mi hijo. Siendo esencialmente necesaria la duración de la paz para alcanzar este fin sagrado, nada anhela mi corazón tanto como mantenerla con todas mis fuerzas…»»

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