I. El principio de la gloria literaria

Un ausente silencio

No, aquel verano —el siguiente— don Pío no acudió a Vera.

El Madrid grandote, en vías de elefantiasis, lanzado a la carrera de todas las multiplicaciones, del que se decía que pronto, a la vuelta de tres o cuatro años, sumaría dos millones de habitantes, desflecó sus días como con urgencia durante aquel invierno.

Desde la llegada del novelista de Guipúzcoa las cosas se habían ido sucediendo paulatinamente.

La calle de Ruiz de Alarcón, en el silente, recogido y hermoso barrio de los Jerónimos, cerca de la Academia de la Lengua, del Museo del Prado, de la Cuesta de Moyano y sus libros de lance, y de las altas frondas del Retiro, fue el refugio final del escritor.

Encerrado en su su casa, en su cuarto de trabajo o en el comedor, oyendo los vagos rumores de la calle, el novelista se ceñía con ansia a su soledad, que ya no era soledad creadora por la sencilla razón de que el horno no estaba para bollos y a sus períodos de lucidez empezaban a suceder, como en un rosario de infinitas cuentas, momentos de lacerante ausencia de todo.

Las visitas, las célebres visitas al novelista de las que tanto se ha escrito y se ha hablado, empezaban a ser cada vez menos frecuentes. Sólo los íntimos, presididos por el noble y fiel doctor Val y Vera, seguían acudiendo a la caída de la tarde, cuando la calle de Ruiz de Alarcón se sumía en más prolongados silencios.

El otoño de aquel año fue triste, frío y amargo. El novelista, arrebujado en su manta, era la expresión misma de la soledad. César González-Ruano, oteador inimitable de las gentes que admiraba, aunque para la falsilla de los amigos de encasillarlo todo quedó como escritor ameno y frívolo, nos legó una estampa que refleja en todo su dramatismo el momento aquél del novelista:

«…Estuve después con él no se si siete u ocho veces. Una tarde en la que no había ido nadie, le encontré dormido en un sillón con la manta por encima de las rodillas. Estuve cierto tiempo sin querer despertarle. Me conmovía su inocencia, su ilustre insignificancia. La estufa se había apagado. Como una vida. Por fin, don Pío despertó:

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