El hombre de nieve

El hombre de nieve de Hans Christian Andersen -¡Cómo cruje dentro de mi cuerpo! ¡Realmente hace un frío delicioso! -exclamó el hombre de nieve-. ¡Es bien verdad que el viento cortante puede infundir vida en uno! ¿Y dónde está aquel abrasador que mira con su ojo enorme? Se refería al Sol, que en aquel momento se ponía. -¡No me hará parpadear! Todavía aguanto firmes mis terrones. Le servían de ojos dos pedazos triangulares de teja. La boca era un trozo de un rastrillo viejo; por eso tenía dientes. Había nacido entre los hurras de los chiquillos, saludado con el sonar de cascabeles y el chasquear de látigos de los trineos. Acabó de ocultarse el sol, salió la Luna, una Luna llena, redonda y grande, clara y hermosa en el aire azul. -Otra vez ahí, y ahora sale por el otro lado -dijo el hombre de nieve. Creía que era el sol que volvía a aparecer-. Le hice perder las ganas de mirarme con su ojo desencajado. Que cuelgue ahora allá arriba enviando la luz...

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