El cartel

Ilse Aichinger[1] —¡No he de morir! —dijo el hombre que estaba pegando los carteles, y su voz lo asustó, como si bajo el vibrante calor se le hubiera aparecido su propio fantasma. Disimuladamente volvió la cabeza a la izquierda y a la derecha, pero no había nadie que lo pudiera creer loco, nadie debajo de la escalera. El metro acababa de salir, y otra vez había abandonado las vías a su brillo. Frente a él en la estación, una mujer sostenía a una niña de la mano. La niña cantaba a media voz. Eso era todo. La quietud del mediodía descansaba sobre la estación como una mano pesada, y la luz parecía abrumarse con su propia exuberancia. El cielo era azul y violento encima de los techos protectores, no sabía si cuidarlos o derrumbarse sobre ellos; y hacía mucho que los cables telegráficos habían dejado de zumbar. La lejanía devoraba lo cercano, y lo cercano la lejanía. No era para sorprender que muy pocas personas tomaran el metro a esas horas; quizá...

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