Apéndice 2. El arte del siglo XIX, una revolución permanente

El realismo

Los movimientos artísticos libran batallas y se suceden, pero también conviven. Y mientras el neoclasicismo y el romanticismo luchaban y convivían, otro movimiento iba ganando terreno: El realismo.

Desde finales del siglo XVIII, muchos artistas — algunos excelentes, otros mediocres— se dedicaban a pintar escenas de la vida cotidiana, paisajes, retratos e ingenuas «naturalezas muertas». Pintaban del natural, tratando de reproducir fielmente la realidad. Vivían al margen de los dos grandes movimientos ya mencionados. Técnicamente eran tradicionales. Pero hay que decir que los de mayor calidad, precisamente por estar empeñados en reproducir la realidad, hicieron notables progresos. Piénsese, por ejemplo, en el gran paisajista John Constable o en Camille Corot.

Las obras de estos afanosos pintores de la realidad encantaban a mucha gente. Al público burgués en general las escenas de la mitología clásica y los arrebatos románticos le resultaban incomprensibles, nada atractivos. Y prefería decorar sus casas con paisajes, con escenas de la vida cotidiana.

Cuando la estrella del romanticismo empezaba a decaer, el realismo cobró impulso y altura. Y esto ocurrió precisamente cuando la mentalidad positivista desplazó al idealismo romántico. Al hombre de la Revolución Industrial, que esperaba todo de la ciencia, que veía pasar trenes, le interesaba el hecho crudo, lo real despojado de toda forma de idealización. Y grandes artistas miraron entonces a la naturaleza cara a cara, abandonando para siempre la pintura de ideas. Les animaba la voluntad de mostrarla tal como es.

Courbet, animado por esta voluntad, ya no buscó en la mitología clásica sus temas ni tampoco en los libros de Goethe. Plantaba su caballete en cualquier parte, miraba y pintaba. Y basta contemplar su obra Los picapedreros para comprender hasta qué punto su actitud era nueva y revolucionaria. En 1855 el Salón Oficial de Pintura rechazó sus obras. A los directores del Salón les parecieron de pésimo gusto. ¡Era imposible colocarlas junto a las exquisitas composiciones neoclásicas y románticas! Se le acusó, entre otras cosas, de hacer propaganda socialista. Y estalló la polémica. Inmediatamente, Cour-, bet organizó una exposición por su cuenta, bajo el nombre de El realismo. Presentaba paisajes pintados a la intemperie y también obreros en pleno trabajo. En este sentido, era el suyo un realismo «comprometido», esto es, puesto al servicio de un proletariado creciente cuyas miserias aumentaban a medida que se desarrollaba la industria. Realmente, Courbet, que era amigo y admirador ferviente de Joseph Proudhon, hacía propaganda socialista…


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