Apéndice 1. La ruta de la seda

Las rutas de Oriente

TRES fueron las grandes vías de intercambio y comercio por las que discurrió la actividad económica medieval hacia el Oriente. Una de ellas era fluvial, la otra era marítima, y la tercera, terrestre.

La vía fluvial la llamada ruta del Volga, que recorría por esta corriente las tierras entre Kazán, en el remoto norte, y el mar Caspio, atravesando después este último en la dirección norte-sur por espacio de más de mil kilómetros. Los navíos conducían por ella hasta las tierras musulmanas el ámbar amarillo del Báltico y, sobre todo, la producción de las colmenas de la estepa. La miel fue un sustitutivo medieval del azúcar, mucho más barato que este último, y con la cera se confeccionaban las bujías de lujo, que en hogares modestos eran sustituídas por lámparas alimentadas con el aceite mineral de Bakú o bien por otros vegetales, como el ricino o nabina.

La vía martítima era la ruta de las Indias. Había sido establecida por el príncipe indoescita Sandabara, que la leyenda convirtió en Simbad e inmortalizó entre las páginas de Las mil y una noches. San-dabara-Simbad zarpó del puerto de Barygaza, algo al norte del Bombay actual, en el siglo I de nuestra era. Recorrió el Indico desde Zanzíbár|a Coromandel, y colonizó muchas tierras en las costas de Persia y de Arabia. El intrépido Sandabara terminó por establecer un comercio de importancia entre Alejandría y la baja China.

Mil años después, esta ruta continuaba en plena vigencia, e iba desde Mozambique a la costa malabar y a Ceilán, para luego navegar hacia el este, más allá del meridiano 110 y subir por el mar de la China meridional hasta el puerto de Cantón. Ya en el siglo XI, era tan utilizada esta ruta que los chinos empezaron a considerar un peligro para la paz y la estabilidad de su país el elevado número de extranjeros que poblaban Cantón. Como es lógico, la variedad de puertos que tocaban las naves de esta ruta proporcionaba una simultánea variedad en las cargas. Los buques llegaban a China con exóticos productos africanos: esclavos negros, marfil, pieles de jirafa (apreciadísimas para calzados de lujo), cuernos de rinoceronte que valían verdaderas fortunas debido al poder afrodisíaco que se les atribuía, o ámbar gris, extraído directamente de las capturas de ballenas y cachalotes abundantes en el Indico. Durante el siglo XIII, época de Marco Polo, eran transportados nada menos que cien mil caballos anuales desde el puerto de Siraf, en la costa sur de Persia, hasta Coromandel, en la India, a bordo de djonks debidamente adaptados para este tráfico. Se daba la circunstancia de que estos caballos, muy apreciados entre los indios de Coromandel, no se reproducían en la India ni gozaban de buena salud en aquellas costas, por lo que el tráfico desde Siraf y las consiguientes ganancias eran constantes. La razón de que no llegaran a vivir mucho, quizá estuviera ligada al régimen, muy cuidadoso por cierto, que les hacían seguir sus propietarios, temerosos de su salud: los alimentaban a base de arroz con leche bien azucarado, guisantes cocidos con manteca y otras golosinas. Por cierto: a los comerciantes musulmanes que los traían a la costa jamás se les ocurrió aconsejarles que les dieran un poco de forraje.

La tercera de las vías era terrestre: la ruta de la seda. Desde tiempos inmemoriales hasta el siglo XVIII, la ruta de la seda constituyó el único hilo fijo y vivo para la comunicación entre Oriente y Occidente. Su transcendencia para la civilización fue realmente decisiva. Era un puente, un larguísimo puente de casi ocho mil kilómetros de largo, en cuyo transcurso algunos se enriquecieron y otros muchos perdieron la salud y la vida.

Viéndolo desde cierto ángulo, se trata de un curioso monumento horizontal, sin duda el más extenso de la historia del hombre. Una estela infinita de pisadas que son testimonios de la voluntad, el afán y el empeño humanos.

Cuando se contempla en un gran atlas la extensión completa de Asia, se comprende inmediatamente lo arduo de llegar a China por tierra, procediendo del oeste. Por el norte, Siberia y el Gobi. Por el sur, los desiertos de Lut y Thar, los montes del Baluchistán, el interminable norte de la India y, por último, las impenetrables selvas birmanas y laosianas.

¿Y por el centro? Aparentemente, por el centro, el mayor obstáculo de todos: las montañas, el macizo montañoso más grande y severo de toda la Tierra. Los montes de Tien Shan al norte, los de Alay y la cordillera del Hindu Kush al este y, tras ellos, las alturas de Pamir y los montes Karakoram hasta el inexpugnable Himalaya y el Tibet. Un panorama como para descorazonar a cualquier viajero, por intrépido y aventurado que lo busquemos.

Y sin embargo ésa era la ruta, la única posible. En el centro de ese interminable conjunto de cadenas montañosas existe una depresión, una llaga que lo atraviesa de parte a parte siguiendo la dirección este-oeste. Se trata del Sinkiang, un desierto de casi mil quinientos kilómetros de largo y seiscientos de anchura máxima, un cul de sac abierto solamente por el este a las estepas de la Mongolia interior y cerrado por las montañas al norte, al sur y al oeste: el Turquestán chino.

Este habría de ser, como es lógico suponer, el verdadero tramo crítico de la ruta de la seda a lo largo de todos los tiempos, el más incierto y peligroso de cuantos la componían.

Pero pasemos ahora a explorar la ruta en su totalidad. Dijimos más arriba que su longitud completa podía establecerse en torno a los ocho mil kilómetros. Tradicionalmente, se ha venido entendiendo que la cabecera estaba en Bagdad, y el final en la cuenca baja del Hoang Ho, cerca de las costas chinas del Pacífico. Es demasiado trecho para analizarlo de una manera global, de modo que será más conveniente dividirlo en varios tramos.

El primero de ellos abarcaría el camino entre Bagdag y la ciudad de Samarcanda, más allá del Amu Daria. El segundo, estaría casi por completo reducido a la travesía del Sinkiang, e iría formalmente desde Samarcanda a Yinchwan, sobre el curso occidental del Hoang Ho. Por último, el tercer tramo discurriría por China, desde Yinchwan hasta las cercanías de Loyang, en la cuenca baja del Hoang Ho.

Esta división tan sucinta es suficiente para lo meramente espacial, pero pronto surge un problema más complejo: el de contemplar la ruta a lo largo del tiempo. Porque si bien la vía discurrió siempre por los mismos lugares con alguna variación ocasional que ya comentaremos, las poblaciones a lo largo de este recorrido no dejaron de cambiar a lo largo del tiempo.

En efecto: podemos comenzar nuestra exploración del camino partiendo idealmente de Bagdad. Pero, ¿a qué Bagdad nos estaremos refiriendo? ¿A la esplendorosa del siglo XI, con un Around al-Raschid recorriendo entusiasmado y, pródigo los bajos fondos? ¿O a la desolada de 1258, cuando las hordas sin piedad de Hulagu acaban de poner punto final a la decaída dinastía abbasí? ¿Nos referiremos a la plácida y elegante Samarcanda del siglo X, habitada por los cultos y refinados samaníes, o bien a la ampulosa Samarcanda imperial del siglo XIV, corte de Tamerlán y capital del más grande de los imperios que ha conocido el mundo?

Es preciso tener en cuenta que, salvo en la época de Marco Polo, fines del siglo XIII, en la que los descendientes de Gengis Khan controlan las inmensidades que se extienden desde el mar Mediterráneo al océano Pacífico, los distintos tramos de la ruta adentraban al viajero en regímenes políticos y sociales muy distintos entre sí. Emperadores, califas, reyes, señores feudales o simples jefes de tribus que habían conquistado un remoto territorio por la fuerza de las armas, ejercían su autoridad a todo lo largo de la ruta de la seda. En cambio, con los khanes, bastaba un solo salvoconducto para recorrer todo el trayecto.


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