Ángel Guerra (Tercera parte) (Versión para imprimir)

I

Del Socorro no fue Ángel directamente a su casa, sino que se estuvo paseando por San Cristóbal hasta la hora de la cena, y no hallándose su mente en la mejor disposición para apreciar el tiempo, llegó a la calle del Locum un poco tarde, cuando ya Palomeque y el capellán de monjas habían trabado relaciones con las sopas de ajo. Poco expansiva estuvo en la mesa, y al levantarse de ella, como sintiese una fuerte atracción hacia el inocente y sencillísimo D. Tomé, se metió en su cuarto, robándole el tiempo y la soledad que para sus estudios y rezos necesitaba. Creía que la persona a quien primero debía comunicar sus graves resoluciones era el santito aquel, capaz, mejor que nadie, de comprenderlas y apreciarlas. Pero no se determinó a romper el sello que tales determinaciones suelen poner en los labios, y ambos frente a frente permanecieron taciturnos. Retirose Ángel a dormir, difiriendo para otra noche la confidencia, y se acostó tan tranquilo, notando en su espíritu una placidez y serenidad bienhechoras, que le calmaban los nervios, soliviantados aún por las agitaciones insanas y el desvarío pasional de aquel crítico día. Durmió poco tiempo, pero profundamente, sin soñar con la máscara griega, ni con Ción, ni con nada, ni caerse desde un quinto piso, y madrugó para ir con Teresa a la misa del Santo en la Catedral. De allí fue a San Juan de la Penitencia, donde oyó la de D. Tomé, y vuelta a la Catedral y a embutirse en la ante-capilla del Sagrario. Mas no podía encadenar por entero su pensamiento al rezo ni a la sostenida atención que la misa exige. El pensamiento, insubordinado y antojadizo, se le escapaba de su propia cabeza, como de mal guardada cárcel, para ir hacia cosas y asuntos que con invencible fuerza le requerían.

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